Ir al cine con Leti era una buena costumbre de los viernes
por la noche. Yo iba, puntual, a las nueve, y mientras proyectaban la primera
película esperaba su llegada de Rosario, estimada para unos veinte minutos
después. Un rito que ambos necesitábamos (o por lo menos yo, porque nunca se lo
pregunté a ella) para reforzar la sensación de pertenencia, de que algo nos
unía en aquellos días de ostracismo. Es que todos se habían ido a estudiar y otros eran
víctimas del terrorismo de Estado. A propósito, nunca olvidaré aquella noche
rosarina que nos encontramos en un bar muy acogedor de Zeballos y Buenos Aires
que se llamaba Van Gogh. Después de un
buen rato de charla, decidimos ir al departamento de mi tía Tata, a dos cuadras
de allí, sobre Nueve de julio. A mitad de camino, abrazados, caminábamos
despacio en el frío de aquel otoño y de
pronto, de la nada, un patrullero de la
policía provincial se detiene en el cordón y el cana que iba adelante, nos
pregunta:
-¿Adónde van?
-Al departamento de mi tía, contesté
- ¿Y donde es eso?
-Acá, en nueve de julio.
-Documentos.
Se los dimos.
-¿Ustedes qué son?
-Novios, le dije casi sin pensar, pese a que nuca lo fuimos.
-Bueno, los acompañamos.
Dicho y hecho. Fuimos con el patrullero a la par el resto
del trayecto. Cuando abrimos la puerta, un toque de sirena a modo de despedida,
selló su partida. Un rato después, en un taxi de confianza, Leti se fue al Pensionado
Madre Cabrini.
Aquí, en Venado, era todo más tranquilo, Te vigilaban, pero de
lejos. Y las salidas del ccine eran apasibles, casi si empre con llovizna. Íbamos
hasta la casa de ella y yo continuaba mi camino. Si estaba Uqui Estellés, seguíamos
los dos despacio hasta la calle España, en silencio, nos dábamos un beso y
luego yo jugaba el indecible placer de perderme entre la niebla.
© Juan José Mestre en un aniversario más de La noche de los lápices.
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