De
pronto, la casa se llena de voces. Extraño suceso dentro de sus paredes que
cobijan ausencias. Curioso, voy hacia la cocina. Oigo risas jóvenes,
despreocupadas. Me asomo a la puerta. Perplejo, veo a unos chiquilines jugando
al radiotreatro. Pregunto el nombre de
la obra: “La tapa de la pava” contesta Ricardo, espumadera en mano,
micrófono de entrecasa. Y siguen con su labor. No es más que un concierto de
carcajadas, balbuceos, frases inacabadas, amistad de un mundo mucho más simple,
con menos premura, lleno de sueños, con Kikí –preciosa, inasible-, y mi madre
con sus bucles de damita adusta.
Quedo
contemplando la escena; un manto de ternura cubre mi ser. Es la amistad que
vive en las tinajas del recuerdo. Es la amistad que pervive en los pasos
cansinos del presente. Es esa dichosa época de ligustros, paisajes amplios,
llanos, sin obstáculos. Es la inocente sangre bullendo de felices encuentros
con el amor de niños sin pasado ni futuro, simple sello de luz en el presente
libre, suave caricia de luna, lánguida escena que el tiempo me regala, tesoro
escondido en el ensueño, cofre rojo donde se guardan las joyas blancas de unos
pétalos de una imagen inmarcesible.
De
pronto, todo vuelve a hoy: lo único que queda es la amistad de esos tres seres
que siempre vuelven a las andadas en la memoria y en la presencia. Son los tres
mosqueteros del radiotreatro y yo, el D’Artagnan que los completa en su afán de
espadachín de la palabra.
En
fin, que ”La tapa de la pava” no era tan intrascendente y la amistad no
es -ni por asomo- tan poca cosa.
© Juan José Mestre
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