Oscar Paroli fue mi gran amigo
durante el secundario. Éramos inseparables. Además de estudiar, trabajaba
como chofer en una empresa de transportes de diarios y revistas. La empresa
tenía buenos camiones, pero a él le daban uno muy similar al de la foto, viejísimo
y destartalado como pocos. Andábamos todo el día en él y – especialmente- los
fines de semana. Era cuando más le
sacábamos el jugo. Por supuesto, no tenía frenos. Y los domingos a la tardecita, en la salida de misa, la calle Belgrano se transformaba en un
cuello de botella descomunal. Nosotros, en el camión, la recorríamos de punta a
punta. Por entonces, esa calle tenía sentido opuesto al actual y desembocaba en Rivadavia. Pues bien: cuando
llegábamos a las tres últimas cuadras, empezábamos a tocar bocina y a acelerar.
Los demás, que ya estaban advertidos de la
falta de frenos, se abrían como podían. Llegábamos al final de la calle
a fondo y doblábamos hacia Runcimann donde Oscar terminaba de frenarlo. Hacíamos
esa “broma” dos o tres veces cada domingo y luego nos íbamos al Riviera a tomar
algo y terminar la noche en un boliche. A Oscar lo volví a ver en las bodas de
plata de la promoción. Nunca supe más de él. Y es una pena.
© Juan José Mestre.
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