El abuelo Matías no pasaba para
nada inadvertido. Con su clavel rojo en la boca y cantando coplas valencianas,
se paseaba por Venado con un desenfado y
una alegría que disimulaba su renquera, producto de una lesión que le ocasionó una de sus aficiones: la pelota paleta. Dicen que
era el más eximio jugador de pelota pedrada de estos lares. También jugaba a
las bochas, disciplina que le hizo conocer a mi tío abuelo Domingo Whitty. Lo cierto
es que ver a Matías Mestre por las calles o la plaza San Martín era una
invitación al optimismo. Era la más cabal muestra de alegría en la parsimonia
habitual del pueblo en aquellos años de finales de los sesenta. No recuerdo
haberlo visto triste ni una vez. Siempre cantando, hablando con los hombres y
cortejando a las mujeres. Todo el mundo hablaba de él con una sonrisa. De joven había trabajado a destajo, amasando
una fortuna que se llevó la quiebra de la firma que comercializaba sus cosechas.
Una vez por semana almorzaba en casa. Hablaba él solo, porque era locuaz y
porque mi padre agachaba la cabeza en señal de respeto. Con mi madre ocupada, sólo
quedaba mi abuela Paula para seguir el diálogo. El resultado era una charla que
yo no entendía, ppero que ellos disfrutaban a más no poder. El abuelo Matías
murió en 1971. Sólo recuerdo que, por
esa época, su júbilo se había diluido.
© Juan José Mestre.
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