Las mañanas en aquella Villa
Carlos Paz de principios de septiembre de 1975 eran frescas y luminosas, aunque
con algo de bruma al despuntar el alba. Siempre, la noche anterior había sido
pesada por esos días de nuestro viaje de egresados. Pero María Elena y yo nos
las arreglábamos para estar prestos a eso de las ocho y salir a caminar por el
centro. Lo primero que hacíamos era pasar por la capilla –aún cerrada-, en la
esquina del hotel y decir una oración
ante sus puertas. Luego de ello, íbamos caminando abrazados, entre bromas risas,
hasta el puente para emprender el retorno por la misma calle principal. Nos insumía
una hora ese paseíto. Mientras caminábamos, se oía comentar a un lejano comerciante:”allá vienen los chicos
de Venado” por el bullicio que metíamos. Aunque esto también (y con más razón) lo
decían del curso completo. Constantemente vuelve a mí este recuerdo: ese rato
del día era nuestro como nuestro es ese sentimiento de hermandad que nos une
desde siempre. Aún hoy siento esa
ternura con la que me trata. Es la única de mis amigas que, de vez en vez, me besa en la frente. Ese gesto maternal me
llena de devoción hacia ella. Solemos decir que nos adoptamos como hermanos. Es
cierto: siendo hijos únicos, decidimos serlo como una secuela de la vida. Ha pasado
mucho tiempo desde aquellas mañanas de su livianísima camperita rosa, pero la pureza de su alma es la misma, suave y dulce, debajo de
ese torbellino que aparece de pronto y se lleva puesto todo lo que
encuentra. J
© Juan José Mestre.
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