Mi niñez era una fábrica de
sueños. Y una de esos momentos era el de la hora en que estaba en las paralelas,
bajo la parra que se mezclaba con las glicinas en el patio de mi casa. Me las
había hecho el señor Giral, gerente de la Casa
Arteta. Es lo único que quedó en mi memoria: su apellido y las
paralelas. Las hizo de comedido nomás, sólo de verme en la tienda. Lo cierto es
que, para mí era una aventura empezar cada mañana con los pies apenas apoyados
en el suelo. Era como adquirir humanidad, ser algo más, casi un chico completo.
Pero por entonces no pensaba, soñaba. Como ahora, como siempre. Esa inquieta
penumbra de las hojas al sol me fascinaba, encendía mi mente y la dejaba
absorta ante tanto misterio. Era un misterio simple, que trasmutaba a cada paso
vacilante, que no se resolvía ex profeso, que provocaba en mí el apremio por dar otro paso hacia otra sombra u
otro parche de sol. Era toda una cosmogonía de un metro y medio que se revelaba
cambiante, irresoluta. Mientras, el dolor de las axilas aumentaba. No tenía importancia.
Sólo interesaba el ensueño. El ensueño que duraba hasta que mi mamá interrumpía porque percibía el agobio
que yo negaba… Después, todo volvía a ser como antes.. Cuando vi la película ”El
Hombre Elefante”, lloré a mares viendo la escena en la que logra acostarse de
espaldas y cobrar así un poco de humanidad. Por lo demás, Lennon tenía razón
cuando escribió lo que dice el título. “Pero no soy el único”. Por suerte,
también tiene razón al terminar la frase.
© Juan José Mestre.
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