María Lozano era, para mí,
alguien que no deseaba ver en esos años de mi primera niñez. Enfermera del
Policlínico Ferroviario y muy amiga de mi abuela, se encargaba de ponerme las
inyecciones de hierro tan necesarias para mi sistema nervioso. De hierro y de
vitamina B12, además de tantas otras.
Es que, según contaba mi madre, mi cuerpo era “una babita”. Me tenían
que calzar con almohadones para que pudiera sentarme y sostener la cabeza. Lo cierto
es que María venía dos veces diarias a ponerme las inyecciones. Cuando crecí un
poco, la veía con su delantal blanco y rompía en un llanto agónico, hastiado de
tanto dolor. En Venado decían que era “una gallega bruta” porque no se andaba
con vueltas ni remilgos. Jamás faltaba: recuerdo ese día de la lluvia
torrencial. En casa decían que no iba a poder llegar cuando al asomarnos por el vano de la puerta
la vimos en medio del barro y el viento.
Para mis inyecciones tenía una mano especial: un golpe firme, rápido y certero.
Así debía ser, para no prolongar mi sufrimiento. Cuando gritaba “¡Ay!” ya tenía
la aguja adentro. Claro que ese era el pinchazo. El líquido era otra cosa. Principalmente
las de hierro. Dolía para entrar, dolía para disolverse, ¡dolía, qué joder!
Pero ella ni mu, preparaba la siguiente y dale que va. Ni siquiera se amilanó
cuando –a causa de las callosidades en
los glúteos, hubo que inyectar en la espalda. Lo cierto es que, cuando
terminaba, yo no era el mismo: apichonado, lo único que deseaba era no verla
más. Con los años comprendí. Y ahora quisiera tenerte frente a frente para
darte las gracias, gallega bruta.
© Juan José Mestre.
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