La noche era bochornosa. Treinta
grados a la una de la mañana, lloviznaba y el cielo, (rojo por completo) se venía abajo de tantos
truenos y relámpagos. Nosotros (es decir: Carla, la Cristi, la Leti, Jorge, los
chicos y yo) jugando en la pileta de la casa de los últimos. Todos en el agua y
yo, con las patas en remojo a la orilla de la
misma. Tomando champán y jugando
con el agua. Aún así transpirábamos como si estuviéramos al rayo del sol. De
vez en cuando alguien gritaba: “¡El flaco (yo) tiene calor!” y Carla salía disparada del
agua, llenaba un tarro de pintura con el líquido elemento de la misma
piscina y me lo arrojaba, literalmente,
por la cabeza. Recuperar la respiración y el ritmo cardíaco no era tarea fácil.
A duras penas lo lograba, pero un poco más fresco quedaba. Hasta que alguien pronunciaba
las palabas mágicas y ¡zas! otros cinco litros arrojados sobre mi cabeza. Así
fue transcurriendo la noche, entre copas, risas y baldazos. A la vuelta,
empapados y en traje de baño, la Cristi me preguntó cómo lo había
pasado. “¡Genial!” le dije. Y era verdad.
Porque además de todo, tenía la cabal idea de ser un sobreviviente.
© Juan José Mestre.
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