domingo, septiembre 30, 2012

LAS VACACIONES





María y José Arbaham eran primos de mi abuelo. Mejor dicho, José era el primo y estaba casado con esa dulce criolla que le dio tres o cuatro hijos. Él había llegado de El Líbano por iniciativa de mi abuelo y se afincó en Córdoba, más precisamente en el pueblito de San Roque, aguas abajo del dique del mismo nombre. Cuando le enseñó a tomar mate, el abuelo Tanus  le dijo que era de buena educación guardarlo en un armario, con lo cual armaba un revuelo entre los anfitriones que no se imaginaban dónde podría estar la preciada calabaza. Y el pobre José ni enterado puesto que no hablaba ni una palabra de castellano. Lo  cierto es que, con los años se afincó a orillas del río San  Roque, compró un pequeño rebaño de ovejas, una pequeña parcela de campo, (era un poco más grande que mi casa) y se dedicó a su vida de pastor allí, a unos metros del monolito que marca el centro geográfico de la Argentina. Ese era mi destino de vacaciones allá por los años sesenta.  Era una casa humilde, de adobe, rodeada de árboles frutales y sauces. La cercanía del río la hacía especial, como un remanso. Eso y sus habitantes: eran pobres, muy pobres, con esa dignidad que da el saberse honesto, bondadoso, austero para sí, pero con una generosidad sin límites para los demás. Nunca comí un dulce de membrillo tan rico como el que hacía María. Tampoco, nunca sentí tanta paz como en aquellas noches de enero con el suave murmullo del río como canción de cuna,  los días se pasaban plenos de aromas serranos, bucólicas horas para jugar con el viento mientras  el sol discurría su andar cansino hacia el otro lado de las sierras.  Yo jugaba con los perros, escuchaba radio o, simplemente, me dejaba estar. Incuso cuando llovía era un deleite.las chapas del techo eran toda una sinfonía a borbotones y nosotros, adentro, con el mate y las tortas fritas. Los adultos hablado de bueyes perdidos; yo, sencillamente, mirando el milagro de esas gotas gordas haciendo burbujas en el barro.

© Juann José Mestre.

sábado, septiembre 29, 2012

EL PINCHE




Mis manos siempre fueron todo un tema. Incapaz yo de dominarlas, requerían toda una terapia especializada para que , medianamente, me fueran de alguna utilidad. Por supuesto, en Venado no había nadie que hiciera rehabilitación. . pero yo podía menos que caer parado. La señora Zulma Mouguelar, mi primera maestra, tenía una imaginación y creatividad poco comunes e inventaba los más variados ejercicios para ir dominando mi indómito pulso. Por ejemplo, dibujaba animalitos en cartulina y yo debía pinchar el contorno para que se recortaran, tal como ahora se hace con los troqueles de medicamentos. Para tal fin, me valía de un pinche y una almohadilla (también inventados por ella). El  primero no era más que una aguja de coser incrustada en un corcho. Al principio ella me llevaba la mano, luego me dejó solo. Me llevó meses hacerlo. Era un sufrimiento atroz por los pinchazos en la mano izquierda y por la frustración de no lograr hacer un agujero medianamente cercano al otro. El día que logré desprender el elefante del rectángulo, el placer fue mayúsculo. Nunca olvidaré la sonrisa tierna de esa mujer delicada, cuidadosa, casi sobreprotectora que hacía su trabajo con mucho más amor del requerido. Si  hoy estoy escribiendo esto, es mérito casi exclusivo de ella. Hace unos pocos meses la vi. Charlamos un ratito y se fue. Más o menos como si nos dijéramos “hasta mañana” y ella tuviera que ir a preparar la tarea para el día siguiente.

© Juan José Mestre.

viernes, septiembre 28, 2012

PODRÁN DECIR QUE SOY UN SOÑADOR…




Mi niñez era una fábrica de sueños. Y una de esos momentos era el de la hora en que estaba en las paralelas, bajo la parra que se mezclaba con las glicinas en el patio de mi casa. Me las había hecho el señor Giral, gerente de la Casa  Arteta. Es lo único que quedó en mi memoria: su apellido y las paralelas. Las hizo de comedido nomás, sólo de verme en la tienda. Lo cierto es que, para mí era una aventura empezar cada mañana con los pies apenas apoyados en el suelo. Era como adquirir humanidad, ser algo más, casi un chico completo. Pero por entonces no pensaba, soñaba. Como ahora, como siempre. Esa inquieta penumbra de las hojas al sol me fascinaba, encendía mi mente y la dejaba absorta ante tanto misterio. Era un misterio simple, que trasmutaba a cada paso vacilante, que no se resolvía ex profeso, que provocaba en mí el  apremio por dar otro paso hacia otra sombra u otro parche de sol. Era toda una cosmogonía de un metro y medio que se revelaba cambiante, irresoluta. Mientras, el dolor de las axilas aumentaba. No tenía importancia. Sólo interesaba el ensueño. El ensueño que duraba hasta que  mi mamá interrumpía porque percibía el agobio que yo negaba… Después, todo volvía a ser como antes.. Cuando vi la película ”El Hombre Elefante”, lloré a mares viendo la escena en la que logra acostarse de espaldas y cobrar así un poco de humanidad. Por lo demás, Lennon tenía razón cuando escribió lo que dice el título. “Pero no soy el único”. Por suerte, también tiene razón al terminar la frase.

© Juan José Mestre.


jueves, septiembre 27, 2012

LA INYECCIÓN




María Lozano era, para mí, alguien que no deseaba ver en esos años de mi primera niñez. Enfermera del Policlínico Ferroviario y muy amiga de mi abuela, se encargaba de ponerme las inyecciones de hierro tan necesarias para mi sistema nervioso. De hierro y de vitamina B12, además de tantas otras.   Es que, según contaba mi madre, mi cuerpo era “una babita”. Me tenían que calzar con almohadones para que pudiera sentarme y sostener la cabeza. Lo cierto es que María venía dos veces diarias a ponerme las inyecciones. Cuando crecí un poco, la veía con su delantal blanco y rompía en un llanto agónico, hastiado de tanto dolor. En Venado decían que era “una gallega bruta” porque no se andaba con vueltas ni remilgos. Jamás faltaba: recuerdo ese día de la lluvia torrencial. En casa decían que no iba a poder llegar  cuando al asomarnos por el vano de la puerta la vimos  en medio del barro y el viento. Para mis inyecciones tenía una mano especial: un golpe firme, rápido y certero. Así debía ser, para no prolongar mi sufrimiento. Cuando gritaba “¡Ay!” ya tenía la aguja adentro. Claro que ese era el pinchazo. El líquido era otra cosa. Principalmente las de hierro. Dolía para entrar, dolía para disolverse, ¡dolía, qué joder! Pero ella ni mu, preparaba la siguiente y dale que va. Ni siquiera se amilanó cuando –a causa  de las callosidades en los glúteos, hubo que inyectar en la espalda. Lo cierto es que, cuando terminaba, yo no era el mismo: apichonado, lo único que deseaba era no verla más. Con los años comprendí. Y ahora quisiera tenerte frente a frente para darte las gracias, gallega bruta.

© Juan José Mestre.

miércoles, septiembre 26, 2012

LOS TACOS ALTOS



Allá por los años setenta, mi abuela había alquilado el salón de peluquería a un zapatero remendón. Cuando oía sus pasos  presurosos y el repiqueteo de los tacos altos contra las baldosas de la vereda, sabía que era Zulema  Santos, la mamá de María Elena. Su andar era inconfundible. Caminaba rápido y a pasos cortos., con todo lo que le permitían sus piernas, bajita como era. Nunca se quedaba quieta: dejaba el calzado en manos de Don Juan  Kegalj y volvía sobre sus pasos. Yo me paraba en la puerta de calle para saludarla. “Chau Mestre”  me decía presurosa. Dueña de una alegría muy similar a la de María Elena, siempre tenía una sonrisa en los labios. Recuerdo cómo le recomendó a mi mamá que cuidara de su hija durante el viaje de egresados: ”¡Cuídeme a la nena, señora!” le pedía casi implorante. Tiempo después, me invitaron a ver Argentina- Polonia en la incipiente TV color. Como a las diez y pico, Don Tadeo, Juan José (a la  sazón novio de Mariska) y yo estábamos disfrutando del juego y bebiendo whisky.de pronto, Zulema se levanta y dice: “Vamos de la modista Nena”.  Don Tadeo  le advirtió sobre lo intempestivo de la hora, pero no hubo caso: allí fueron entre risas y bromas. A su regreso, estaban chochas por la forma en que la modista les había hecho la prueba en camisón y con un ojo medio abierto. Nunca olvidaré a esta mujer que, bajo esa fachada de desenfado, era la columna vertebral de su hogar…

© Juan José Mestre.

martes, septiembre 25, 2012

UN TOQUE DE DISTINCIÓN



Lilia Gandolfo de Martino era una mujer que dejaba huellas. Ya fuera en la vida o en tu memoria. No podía pasar desapercibida. Dueña de una belleza sin par y de los ojos más celestes que he visto en mi vida, poseía un donaire que causaba envida. Era el alma de la casa. Inquieta, luchadora, emprendedora, hacía de las pequeñas cosas un deleite. Cuando llegaba con el mate al estudio de Carlos, donde estudiábamos con Leti, era poco menos que una fiesta. Porque era graciosa, divertida, ocurrente. Con mucho, se quedaba diez minutos, pero era suficiente para hacernos reír con cosas como “me gusta el flaco porque es el único que se ríe en mi cara de lo que digo” o “¡qué feliz sería el Flaco si viviera con nosotros!”. Leticia estallaba y le respondía  que yo tenía mi familia. Pero algo de razón tenía. La pasaba muy bien en la casa.  Era un motivo para salir de mi soledad consuetudinaria. Sin decir ni mu, Lilia le arrancaba de las manos el mate a Leti y partía a comprar provisiones con su perrita.  Hay que decir que, siendo muy joven había cuidado de sus suegros con verdadera unción. Es que amaba profundamente a su esposo y su familia. Por eso apenaba tanto ver a Lilia deprimida. La casa se volvía triste, oscura, silenciosa. Pero cuando salía de ostracismo en el que se sumía, se oían sus pasos  presurosos, sus afirmaciones sin rodeos, dichas sin pensar, sin filtro.   La recuerdo casi siempre vestida con ropa color crudo, con sus aires de ardilla, en su ir y venir diario. Leti, un día, me dijo:”¿Sabés Flaco? Tu mamá y la mía son personas distinguidas por la forma en que cuidaron a  sus enfermos”. Tenía razón.


© Juan José Mestre.



lunes, septiembre 24, 2012

LA TAPA DE LA PAVA



De pronto, la casa se llena de voces. Extraño suceso dentro de sus paredes que cobijan ausencias. Curioso, voy hacia la cocina. Oigo risas jóvenes, despreocupadas. Me asomo a la puerta. Perplejo, veo a unos chiquilines jugando al radiotreatro.  Pregunto el nombre de la obra: “La tapa de la pava” contesta Ricardo, espumadera en mano, micrófono de entrecasa. Y siguen con su labor. No es más que un concierto de carcajadas, balbuceos, frases inacabadas, amistad de un mundo mucho más simple, con menos premura, lleno de sueños, con Kikí –preciosa, inasible-, y mi madre con sus bucles de damita adusta.

Quedo contemplando la escena; un manto de ternura cubre mi ser. Es la amistad que vive en las tinajas del recuerdo. Es la amistad que pervive en los pasos cansinos del presente. Es esa dichosa época de ligustros, paisajes amplios, llanos, sin obstáculos. Es la inocente sangre bullendo de felices encuentros con el amor de niños sin pasado ni futuro, simple sello de luz en el presente libre, suave caricia de luna, lánguida escena que el tiempo me regala, tesoro escondido en el ensueño, cofre rojo donde se guardan las joyas blancas de unos pétalos de una imagen inmarcesible.

De pronto, todo vuelve a hoy: lo único que queda es la amistad de esos tres seres que siempre vuelven a las andadas en la memoria y en la presencia. Son los tres mosqueteros del radiotreatro y yo, el D’Artagnan que los completa en su afán de espadachín de la palabra.

En fin, que ”La tapa de la pava” no era tan intrascendente y la amistad no es -ni por asomo- tan poca cosa.



© Juan José Mestre

domingo, septiembre 23, 2012

Silsh, Paraná y el extravío



Aquél 14 de diciembre de 2002 Paraná era una  fiesta. Habíamos llegado con mi madre al mediodía y ahí nos abrazamos por primera vez con mis compañeros del foro.    En realidad, nos conocíamos desde hacía casi un año antes a través de internet. Pero ahora podíamos tocarnos, abrazarnos, ver que éramos reales. Teníamos algo en común: el amor, la locura por la poesía. Y la amistad. Esa amistad que no era para nada virtual sino que se había forjado verso a verso, golpe a golpe, como diría Machado. Allí conocí a Cris Chaca, Gustavo Tisocco, Gladis Moine, Anita Buquet  (de Uruguay), Karina Sacerdote y Marial Lázaro (una exquisita venezolana que vino especialmente para el encuentro de poético de esa noche), entre muchos otros. Estuvimos en el hotel hasta que se hizo la hora de partir hacia la Casa de la Cultura. Salimos en el auto de Silsh con las indicaciones precisas para llegar:” Dos cuadras a la derecha, dos a la izquierda y ahí está; no te podés perder”.  Seguimos las instrucciones al pie de la letra, pero de la Casa ni noticias. Nos recorrimos  todo Paraná varias veces y nada. Decidimos ir las radios, pero nadie supo decirnos donde estaba la bendita Casa de la Cultura. Dimos vueltas y vueltas, nos bajamos en los lugares más insólitos, sin éxito. En uno de esos sitios, Silsh –ya un poco mufada- arrancó con todo sin percatarse  que yo tenía medio cuerpo afuera del auto. Con todas mis fuerzas me tiré hacia adentro del habitáculo, con tanta suerte que caí sentado en el asiento trasero. Con el tiempo, me enteré que en Buenos Aires había hecho lo mismo con un estimado compañero de letras. Por casualidad, dimos con la Casa. Está frente a la plaza principal y habíamos pasado como cien veces por allí. Llegamos con cuarenta minutos de retraso, pero el acto pudo continuar sin tropiezos. En cuanto a Silsh, ya están advertidos: suban con precaución a su auto.

© Juan José Mestre.

sábado, septiembre 22, 2012

LA NEGRA


LA NEGRA


Era una abogada brillante. Pero tal vez, su rasgo más característico  lo constituía la gracia que poseía. Fue, sin exagerar, la versión femenina de Alberto Olmedo. Uno la miraba y ya se sonreía. Y ella casi nunca lo hacía. Pero te hacía reír aunque no quisieras. Un día, nos llevaba a la terminal de Rosario a mi madre y a mí. Tenía un Fiat Spazio de dos puertas y mi vieja iba atrás. Al momento de bajarse y de tantas bromas que hacía, no pudo con su humanidad y quedó sentadita en el piso del  auto. Patricia la sacó a los tirones mientras le decía de todo. Casi se descompone de las risotadas la pobre. Y la Negra sin esbozar una sonrisa. Era el ser más noble que he conocido. Laburadora como pocas, trabajó toda su juventud para pagarse los estudios. Nunca dejó de hacerlo. Era una máquina de generar trabajo la Negra. Cuando enfermó y le confirmaron cáncer de médula, ella misma me llamó y me dijo: Flaco, no me dejes sola, tengo miedo. No la dejé: la llamaba todos los sábados y  cuando tenía fuerzas atendía. Se fue hace doce años, el 22 de septiembre. Tenía sólo cuarenta. Como recuerdo atesoro un mapa celeste hecho por los mayas y este poema que duerme en sus manos:

EL CIELO QUE  ME REGALASTE…

Y se te fue la vida,
Muchacha linda…
cual agua cristalina
que busca su cauce.
Con toda tu ilusión,
con todos tus logros.
Y se me quedan tus recuerdos,
que hoy me duelen,
pero son recuerdos felices,
felices y plenos…
Y se te fue la vida, amiga mía…
Y te prometo una cosa
Llevarte en mis recuerdos
Como un bello tesoro,
y recordaré tus risas,
y recordaré tus horas
que tú me regalaste,
y soñaré despierto,
y un arcoíris de más
de siete colores,
porque tendrá uno más:
el color de tu alma dulce
y yo sabré que ahí estás,
sonriendo por mi dolor,
y algún día, quizás algún día…
comprenderé que te fuiste al cielo,
a un cielo que me regalaste,
pero aquí en la tierra…


Ahora lo comprendo, pero todavía tengo esos moretones en el alma, esos de los que me hablaba Valo el otro  día.



© Juan José Mestre.

viernes, septiembre 21, 2012

EL CAMIÓN





Oscar Paroli fue mi gran amigo durante el secundario.  Éramos  inseparables. Además de estudiar, trabajaba como chofer en una empresa de transportes de diarios y revistas. La empresa tenía buenos camiones, pero a él le daban uno muy similar al de la foto, viejísimo y destartalado como pocos. Andábamos todo el día en él y – especialmente- los fines de semana. Era cuando más  le sacábamos el jugo. Por supuesto, no tenía frenos.  Y los domingos a la tardecita, en la salida  de misa, la calle Belgrano se transformaba en un cuello de botella descomunal. Nosotros, en el camión, la recorríamos de punta a punta. Por entonces, esa calle tenía sentido opuesto al actual  y desembocaba en Rivadavia. Pues bien: cuando llegábamos a las tres últimas cuadras, empezábamos a tocar bocina y a acelerar. Los demás, que ya estaban advertidos de la  falta de frenos, se abrían como podían. Llegábamos al final de la calle a fondo y doblábamos hacia Runcimann donde Oscar terminaba de frenarlo. Hacíamos esa “broma” dos o tres veces cada domingo y luego nos íbamos al Riviera a tomar algo y terminar la noche en un boliche. A Oscar lo volví a ver en las bodas de plata de la promoción. Nunca supe más de él. Y es  una pena.

© Juan José Mestre.

jueves, septiembre 20, 2012

TINA




Escribir sobre ella me produce un gran placer y una ternura sin par. Es que se hace la ruda, pero se le nota que no loes tanto. Tina fue la primera de las chicas en venir a casa en aquel primer año de secundario. Vino a pedir unos apuntes. Se puede decir que la quiero mucho y es cierto. La verdad es que si hay una palabra que la define, esa es: “Servicio”. Como buena asistente social que es (aunque no ejerce), siempre está para darte una mano. Es  tierna, dulce, respetuosa de las decisiones ajenas y, por sobre todo, sabe escucha. Reflexiva como pocas, te oye primero, piensa sobre el tema y después te dice lo que piensa sin rodeos.  Es una persona cabal. Oriunda de La Plata, cuando terminó el secundario volvió a su ciudad y no la vi por nueve años. Cuando regresó, nos dijimos “hola”, nos dimos un beso y tuve la sensación de haberla visto todos los días de ese lapso. Siempre estamos juntos. A esta hora ella aparece en el chat y nos deseamos buena jornada. De mis amigas, Tina noguera es la que siempre tiene una palabra justa entre lo ideal y lo posible. Ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida. Y yo la quiero desmedidamente, si es que el cariño puede medirse.

© Juan José Mestre.

miércoles, septiembre 19, 2012

SUSANA





Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos con Leti esperando no sé qué y la vimos venir con sus cuatro mellizos en una sillita que abarcaba todo lo ancho de la vereda. En aquel momento era la mamá más famosa del país. Radio, televisión y prensa gráfica se habían hecho eco de aquel nacimiento. Es que fue el primer caso de alumbramiento por fecundación asistida de la Argentina. Lo cierto es que aquel día charló un rato con Leti, cruzó alguna palabra conmigo y siguió su camino.  No la volví a ver por años. Después, poco a poco, noté que estaba en algunos cumpleaños  y allí nos fuimos conociendo y haciendo amigos. Hoy, es una de las más cercanas. Dueña de una gracia muy especial, oculta con su ímpetu y desenfado una rectitud que muy pocos poseen. Susana Buffon Balduini (conocida en Venado como Susana Semprini) es un remolino alegre que se potencia aún más con su arrolladora alegría. Ella no tiene empacho a la hora de hacerte notar aquello que no le gusta. Pero no confronta hasta poner en riesgo la armonía del grupo. Conmigo es muy dulce: siempre que anda cerca por casa, entra a  saludarme con algún chocolate o alguna oblea.  Es muy consecuente con los amigos, aun cuando no sea de estar todo el tiempo en tu casa. Susana es una persona que vale la pena querer.  Es una dulce amiga que no abandona a los amigos, siempre a través de pequeños detalles. Eso es mucho decir.

© Juan José Mestre.

martes, septiembre 18, 2012

LA JUNTA MÉDICA




Aquel 9 de marzo de 2009 debía presentarme ante una junta médica en SRT de Rosario, como requisito para acceder a la pensión de mi padre. Salimos con la Cristi y la Leti a eso de las 8:30 ya que el turno estaba asignado para la hora 11:00. Ellas, adelante; yo, en el asiento de atrás sentado sobre una especie de manto para protegerme de los pelos de la labrador de la Cristi, puesto que ella no había tenido tiempo de pasar la aspiradora en el auto. El viaje de ida fue de maravillas, salvo por el hecho de no haber podido yo articular palabra ya que no había tomado la  medicación de la mañana para asegurarme una evaluación favorable de mi discapacidad. De  esto, las chicas, no sabían nada. Llegamos al lugar indicado a la hora indicada. No esperamos ni cinco minutos, que ya oímos que reclamaban mi presencia. Cuando entramos al consultorio, no había tal Junta, sino una diosa  que de repente dice: “¡Cristi! ¿Cómo te va?” Era una médica de Venado que hacía informes para la verdadera Junta. En media hora me revisó, hizo unas notas, realizó unas preguntas, y me dijo que en veinte días tendría las conclusiones. Nos despedimos como viejos amigos y, a la salida, nos esperaba la Valo, recién llegada. En esa hora pico, el tránsito era un caso y debíamos caminar doscientos metros para llegar al auto. Y yo cada vez más duro. Entonces, espontáneamente, las chicas montaron todo un operativo: Valo se paraba en mitad de la calle y Leti, Cristi y yo en medio de ellas, cruzábamos  las calles de lo más cómodos. Fuimos a un restó frente al río, yo tomé mis remedios y, durante el almuerzo me dediqué a disfrutar del paisaje, relajado y feliz.   Luego, la Cristi debía hacer un trámite y yo me quedé con Silvia mientras la Leti volvía del departamento de sus hijos. El camino de regreso transcurrió sin novedad y con la expectativa puesta en la visita al Casino de Melincué que en la mañana nos habíamos prometido ya que ninguno de nosotros lo  conocíamos. Al llegar,  la Cristi estacionó en el primer lugar que encontró.  Al instante, un guardia privado le toca la ventanilla y le dice:
-Señora, este lugar es para discapacitados.
Sin mediar palabra, ella señala la parte trasera con el dedito pulgar y el guardia se percata de mí, envuelto en el manto, mezcla de Mortal Kombat  y Maravilla Martínez. El guardia, entre disculpas y reverencias llamó al personal de recepción del casino. Aparecieron tres o cuatro jóvenes de riguroso smoking y nos franquearon las puertas. Un poco más y despliegan la alfombra roja. Ya en las maquinitas, me siento en una de ellas,  pongo diez pesos y pulso el botón. Casi explota todo el salón. Había ganado ciento veinte pesos. Me quería retirar, pero las cicas me dijeron que siguiera un poco más. Cuando me quedaban sesenta pesos me planté y  fuimos a cobrar. Las chicas dijeron: veinte para cada uno. Y bueh, hecho. Recorrimos un poco las instalaciones y salimos, satisfechos emprendimos el último tramo hacia Venado.



© Juan José Mestre.

lunes, septiembre 17, 2012

SIMPLEMENTE LA VALO




No recuerdo en qué momento nos hicimos amigos, pero sí sé del disparador que nos unió para siempre: La Negra Paizal. Es que con María Silvia Sagristá (Valo), Carla y la Cristi eran inseparables. Cuando murió la Negra –doce años el próximo sábado- , nos juramentamos no olvidarla. Ya éramos amigos desde  tiempo atrás, pero su partida nos fusionó en nuestras vidas. Si he de describirla, Valo es una de las personas más dulces que he conocido. Armoniosa, encantadora, siempre es un placer estar a su lado y charlar con ella un largo rato.  Cada vez que viene a Venado nos unimos en un abrazo profundo, amoroso, largamente querido, ensoñador. Después de abrazo, viene el chocolate. Sí, porque invariablemente me dice “te traje un chocolate”. Y luego el recuerdo de aquella tarde preciosa de febrero en Rosario, paseando en auto y luego el helado más rico de mi vida en aquel remanso artesanal con más de cincuenta años. Y nada. Simplemente que ella es un sueño y yo, agradecido de contarme entre sus amigos. Esto solo vale el bosquejo de una amiga a quien adoro.

© Juan José Mestre.




domingo, septiembre 16, 2012

RASGUÑA LAS PIEDRAS






Ir al cine con Leti era una buena costumbre de los viernes por la noche. Yo iba, puntual, a las nueve, y mientras proyectaban la primera película esperaba su llegada de Rosario, estimada para unos veinte minutos después. Un rito que ambos necesitábamos (o por lo menos yo, porque nunca se lo pregunté a ella) para reforzar la sensación de pertenencia, de que algo nos unía en aquellos días de ostracismo. Es que todos  se habían ido a estudiar y otros eran víctimas del terrorismo de Estado. A propósito, nunca olvidaré aquella noche rosarina que nos encontramos en un bar muy acogedor de Zeballos y Buenos Aires que se llamaba  Van Gogh. Después de un buen rato de charla, decidimos ir al departamento de mi tía Tata, a dos cuadras de allí, sobre Nueve de julio. A mitad de camino, abrazados, caminábamos despacio en el frío de  aquel otoño y de pronto, de la  nada, un patrullero de la policía provincial se detiene en el cordón y el cana que iba adelante, nos pregunta:
-¿Adónde van?
-Al departamento de mi tía, contesté
- ¿Y donde es eso?
-Acá, en nueve de julio.
-Documentos.
Se los dimos.
-¿Ustedes qué son?
-Novios, le dije casi sin pensar, pese a que nuca lo fuimos.
-Bueno, los acompañamos.
Dicho y hecho. Fuimos con el patrullero a la par el resto del trayecto. Cuando abrimos la puerta, un toque de sirena a modo de despedida, selló su partida. Un rato después, en un taxi de confianza, Leti se fue al Pensionado Madre Cabrini.

Aquí, en Venado, era todo más tranquilo, Te vigilaban, pero de lejos. Y las salidas del ccine eran apasibles, casi si empre con llovizna. Íbamos hasta la casa de ella y yo continuaba mi camino. Si estaba Uqui Estellés, seguíamos los dos despacio hasta la calle España, en silencio, nos dábamos un beso y luego yo jugaba el indecible placer de perderme entre la niebla.



© Juan José Mestre en un aniversario más de La noche de los lápices.

sábado, septiembre 15, 2012

LA ESMERALDA DEL SUR




Desde chico me gustó que la Publicidad San Martín dijera que transmitía “desde La Esmeralda del Sur”, sin saber cabalmente lo que significaba. Es, aún lo creo, un distintivo que potencia el querido sentimiento de sus pobladores. Es que el verde que abunda en el centro y -todavía más en las ubérrimas tierras que lo circundan,    es un sinónimo de esperanza y riqueza. Hace unos años me preguntaron en una entrevista y respondí que es trigal en sol, bohemia de la pampa, sueño de pioneros, fortín El hinojo, leyenda de malones y un venado con un ojo solo advirtiendo a la soldadesca, canto de pueblo, música de ciudad, poetas y pintores reunidos por el vino del Café Babel, todo ruido y silencio, industria y campo, reunión de amigos en el centro, la Revista Lote realizando utopías en arte y cultura, cultura posmo del postmodernismo, de inmigrantes irlandeses pero también de todos los demás, lluvia de verano, amor en Aries, gente que viene y que va, la música de los plátanos como en Boston, el aire que se empapa en los pulmones y sofoca o alivia, paraíso infernal, pero paraíso; infierno quedo, pero infierno, civilización y barbarie, canto de las cruces sobre el cielo de las plazas. Venado Tuerto, un lugar para vivir… mas por sobre todo, para morir consciente de las flores que regalará tu cuerpo. Sí, reafirmo lo que dije: Venado es mi lugar en el mundo, mi verde y querido logar…

 © Juan José Mestre.

LA LECHE




Casi todos los días, Gustavo (el hermano de Leti), nos prestaba su auto: era un Citroën  muy similar al de la foto. Y nosotros le sacábamos el jugo de lo lindo. Más aún, los sábados a la tarde cuando nos subíamos todos a él y nos lanzábamos a una loca aventura de charlas, risas y paseos. Para que tengan una idea, “todos” éramos como diez que de milagro entrábamos en el pequeño habitáculo. Lo cierto es que, encimados, apretujados y hasta aplastados, la pasábamos “bomba”. Y en ese dar vueltas y más vueltas sin ton ni son, una vez –a eso de las cuatro de la tarde- embocamos la Avenida Mitre cuando era doble mano. Veníamos de la calle Santa Fe hacia el centro y María Elena nos dijo que esperáramos un minuto que tenía que entrar a su casa. Pues bien, eso hicimos. Nos quedamos estacionados hablando de bueyes perdidos mientras pasaba el minuto. Al rato, es decir: al minuto multiplicado  por treinta, nos empezamos a preguntar por la tardanza, pero decidimos seguir adelante con la charla, entre preocupados e intrigados. ¿Qué haría María Elena en la casa? Tuvimos que esperar otros veinte minutos para develar el misterio. Cuando subió al auto y le preguntamos, nos dijo con  total desenfado:” Mi mamá me hizo la leche ¡y estaba de rica!” Los reproches (por no decir vituperios) comenzaron a lloverle. Muy lejos de enojarse, comenzó a reírse y nos dijo: “Bueno, qué quieren, no  alcanzaba para todos!”  Es que a María Elena le puede faltar  lo que  quieran. Es más, se le puede pedir cualquier cosa. Salvo la leche.

© Juan José Mestre.




jueves, septiembre 13, 2012

EL MONO RELOJERO



En aquel año de 1974 y con el fin de recaudar fondos para costear nuestro viaje de egresados, alquilábamos un día por semana de Papá Doc, el boliche más concurrido de Venado en esa época. Las tertulias iban de 19:00 a 24:00, pero siempre se extendían un rato más. Fue uno de esos días   que mi madre entró en pánico al no verme llegar a eso de las dos de la madrugada. Mi padre trató de tranquilizarla  en vano. Fue así que tuvo que levantarse y salir en mi busca. Cuando llegó a la tertulia, el ambiente estaba realmente animado. Y a él, que tenía una onda bárbara con los jóvenes, le encantó. Inmediatamente Oscar Paroli le sirvió in whisky. Y a los pocos minutos estaba instalado detrás de la barra con Roberto Alfaro, el dueño. La disco tenía una contraseña para anunciar el  cierre: era esa canción de El Mono Relojero que decía que los niños debían ir a dormir. Como a la media hora, el “Barba” (que así le decíamos a Alfaro)  le dijo al Disc Jockey: “¡mandá al mono!” y mi viejo lo paró  en seco: “¡dejalo un ratito más!”. Así, entre “¡mandá el mono!” y contraórdenes, la velada llegó a las 4:30 ó 5:00 y todo el mundo, empezando por mi viejo, que estaba más feliz que el resto. Volvimos como quince en el auto y a casa llegamos como a las seis, calladitos, listos para soportar el reto de mi vieja.

© Juan José Mestre.






miércoles, septiembre 12, 2012

EL TILO



Cuando la Cristi se recibió, la fiesta fue grande y un poquitín  accidentada. Todo comenzó con un pantagruélico asado en la casa de sus padres. Con una cantidad indecible de vino blanco y los infaltables postres de su mamá (“La Piro” para nosotros). Lo cierto es que el asador (Héctor Cibelli) además de servir la exquisita carne, era el encargado de proporcionar también el vino. Y lo hacía a destajo y sin pausa en unos vasos de trago largo que equivalían, cada uno, a la mitad de una botella. Por supuesto, yo no desprecié ninguno de esos convites. La comida fue divertida, tranquila, feliz. Ya cuando había acabado, decidimos seguir el festejo en algún bar del centro, para que los   padres descansaran sin la bulla que metíamos. Ya en la vereda, la noche era oscura y silenciosa, con unos arbolitos de tilo muy jóvenes que tendrían, a la sazón, 1,5 metros de altura. Por aquella época, mi cabellera era  muy abundante y crespa. Quienes conocen el árbol de tilo, saben que sus ramas inferiores suelen estar a muy baja altura. Pues bien: en una de esas ramas se enroscó mi pelo. Luché para desprenderme sin lograrlo. Entonces pedí ayuda y Ester Bertran vino presurosa con su panza de ocho meses, hermosa ella, en mi auxilio. Yo, enroscado en la rama, la abracé con desesperación. Este hecho bastó para que ella comenzara a gritar: “¡El Flaco me quiere violar!””. Con esta broma, estaba completo y me abandoné en sus brazos. No recuerdo quién me liberó.  Lo cierto es que mis mareos eran cada vez más fuertes y fueron eliminados, pocos minutos después, con un enorme jugo de naranja que las chicas me consiguieron en un bar de la calle Belgrano y pude terminar mi noche en paz hasta con el tilo.

© Juan José Mestre.

martes, septiembre 11, 2012

EL JUEGUITO




El joven que se ve en la foto es Rodrigo Prado, el primogénito de Leti y Jorge. Pero en aquel momento era el bebé más hermoso y simpático del mundo. con un poco más de un año, caminaba y balbuceaba sus primeras palabras. Aquél día, la mañana se había esfumado en la prisa del estudio. Como a las 11:45 Leti me dijo que lo entretuviera mientras ella cocinaba algo antes de que Marita, quien la ayuda desde siempre, tuviera que irse. Pues bien, eso hice: con una pelotita diminuta que tenía los colores de Boca Juniors, nos pusimos a jugar. Él la pateaba hacia donde yo estaba y viceversa. Así estuvimos unos minutos hasta que yo la pisé y caí de espaldas cuán largo soy. Ante mi sorpresa,  Rodrigo viene hacia mí, se tira al suelo de costado y con su carita a la altura de la mía. Hecho esto, me preguntó con una indecible dulzura: ”¿Te acotate Faco?”  Me dio un ataque de risa, mientras Leti salía disparada de la cocina ante semejante alboroto. Intentaron -Marita y ella- levantarme sin éxito. Yo era un flan desparramado por el piso y la risa que no lograba parar ni pararse. Siempre he sido estrambótico, pero pocas veces como esta.

© Juan José Mestre.


lunes, septiembre 10, 2012

¿QUIÉN LE PONE LA COLA AL CHANCHO?





Mi tía Tata, en los años sesenta, era la locutora y animadora del canal 2 de Venado Tuerto. Era el canal de cable más moderno del país y quizás el único. Entre los programas que tenía a su cargo, “Chiquilandia” era el preferido. Recuerdo que nos reuníamos en casa de un vecino que estuviera abonado para verlo. Pero yo tenía la suerte de verlo casi siempre en vivo y en el estudio porque mi tío Leandro era el dueño y el tío Pepe su jefe técnico. O sea, un verdadero acomodado. En uno de los entretenimientos con que contaba el programa, había uno que consistía en ponerle la cola a un cerdito dibujado en una pizarra. Yo estaba detrás de cámara cuando mi tía se dirige a mí:”Vení Juanchi” me dijo. Fui y – ya en cámara- me vendó los ojos, me dio varias vueltas sobre mi eje y me puso frente al chancho. Yo, muchísimo más inestable que de costumbre, hice un garabato en el pizarrón y cuando me quitaron la venda el animalito apareció ante  mí con la cola en su lugar y sospechosamente enrulada. Por supuesto, gané el concurso y tuve mis cinco minutos de gloria. Mi felicidad no tenía límites en aquel momento. Hoy, ya viejo, me asaltan algunas dudas sobre mis virtudes para el dibujo de colas enruladas…

© Juan José Mestre.

domingo, septiembre 09, 2012

LA CONFUSIÓN




La tarde era muy lluviosa. Muy lluviosa y oscura. Pero yo igualmente fui a la  casa de Lilia Martino para estudiar algo con Leti en ese sábado inclemente. A los pocos minutos  se desató una tormenta de aquellas. Como obvia consecuencia, se cortó la luz y se acabaron los estudios. Por suerte, la planta alta de la casa está conectada a otra fase y allí había luz. Allí nos mudamos, ya para merendar. Lilia nos obsequió con un tentempié tan suculento como sólo ella podía hacer. Comimos hasta el hartazgo y al terminar, Leti me dijo que no valía la pena seguir porque incluso allí se veía muy poco a causa de la baja tensión. Llamamos a mi padre y nos quedamos a  esperar su llegada. Cuando sonó el timbre (el del  antiguo estudio jurídico que, curiosamente, estaba conectado a la fase que tenía electricidad), Lilia se lanzó escaleras abajo. Hay que decir que tenía problemas de visión, pero al mismo tiempo su carácter ansioso y apresurado la llevaba a menudo falsas conclusiones. Y exactamente eso fue lo que pasó: con la puerta abierta a medias dijo: “¡Buenas tardes señora de Mestre!”  Nosotros, que bajábamos despaciosamente las escaleras en la penumbra de esa noche prematura, vimos la silueta de mi viejo que lucía exactamente como ilustra la figura y Leti que decía con vos ronca:” Mamá, no seas tontuela…  ¡¡¡Es el papá del Flaco!!!” Tontuela no fue precisamente la palabra que usó, pero Lilia ni se inmutó y simplemente dijo: “Y bueno che: me equivoqué”. De la mudez de mi viejo nadie dijo nada.

© Juan José Mestre.

DOS RELATOS





EL PICHI


El hecho de ser el loco institucional de la comunidad le daba ciertos privilegios y muchos sinsabores: El Pichi era un chico - aun cuando tuviese 40 y pico de años- al que todos mirábamos con un poco de simpatía, lástima, temor y rechazo, envuelto en el paquete con moño brillante de hipocresía sonriente; todo por no quedar como unos sátrapas a la hora de enfrentar las miradas de nuestro círculo social. Lo cierto es que ese niño-hombre era todo un desafío para esa estructura pacata de ingeniería social de provincias. Y despertaba controversias. Se hacían verdaderas clases magistrales en nuestras charlas de café cuando él aparecía por la esquina. Que era agresivo; que capaz que te escupiera si no le comprabas la estampita; que sólo se defendía de nuestras propias agresiones... todo en voz baja, para que no oyeran los demás parroquianos, que hablaban exactamente de lo mismo. Eso sí: en la oportunidad en que no se hacía ver por las calles, hasta la radio local se hacía eco de su desaparición. Conmigo sucedió algo extraño. O tal vez fuese normal que ocurriera: al ofrecerme una estampita de San Cayetano, le mentí. Sí, así como les digo: 2no tengo plata", argumenté. En ese instante, El Pichi, el tonto del pueblo, me miró y con su más amplia sonrisa, llena de conmiseración y ternura, en su media lengua -exactamente igual a la mía- le asestó el más brutal golpe a mi Ego:"Te la regalo", me dijo, dándome una palmada en el hombro.


© Juan José Mestre


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EL DÍA DEL NAZARENO


La plaza del pueblo, por la noche, gana en tinieblas y ánimas lo que el verde y las gentes han dejado durante las horas del día. No en vano, en las épocas fundacionales, ese predio fue el primer cementerio que los colonos irlandeses y belgas improvisaron, al darse cuenta de la imposibilidad de seguir enterrando muertos detrás de la capilla. Pero El Pichi, acostumbrado a dormir allí, no hacia caso a esas cosas. A fuer de sincero, no creo que siquiera tuviera noción de ello. Estaba cercana el alba, cuando lo despertaron unas voces. Trató de escapar, pero ya estaba rodeado. Los vándalos le propinaban una paliza feroz, con toda la barbarie de la que hacían gala para demostrar que eran "normales". El escarnio, la humillación, la locura, se mezclaban con los sonidos guturales que la sangre y su media lengua le permitían emitir. Las bestias continuaron con su trabajo: sintió que lo penetraban repetidas veces. Volvió a gritar al cielo y no obtuvo respuesta. De lo último que pudo percatarse, fue del lacerante dolor que le provocaba un alambre de acero al que lo aferraban. Oscuridad total.

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La mañana estaba clara y fría. Los primeros rayos de luz desnudaron la negra silueta de una cruz obscena, execrable, macabra. Colgando del mástil del monumento mayor, se recortaba la figura inerte de El Pichi. Parecía que el pueblo, envuelto en la vorágine de un tiempo que siempre se empeña en regresar, estuviera en ese instante llorando su propio Calvario. Sólo que, en ese momento, supo que aquí no había resurrección posible. Porque el tonto del pueblo se recuperó de las heridas físicas. Pero, poco a poco, su presencia en las calles fue tornándose cada vez más infrecuente y hoy, únicamente algunos de los vecinos recordamos si vive aún.

© Juan José Mestre

Nota: este relato es lamentablemente real.



LAS FELICES HORAS




Jorge Prado es, para mí, un gran Amigo. Supo estar en los momentos más importantes de mi vida. En el sepelio de mi padre, cuando fui a llevar su ataúd, me dijo: “Dejá Flaco, yo ocupo tu lugar”. Lo mismo hizo con mi madre. También compartió uno de los momentos más felices de su vida. Llevaban unos dos o tres meses  de casados con Leti, cuando ella sospechó que estaba embarazada. Recuerdo que una tarde me dijo que dejáramos de estudiar inusualmente temprano y que la acompañara hasta el consultorio del bioquímico. Nos despedimos hasta el día siguiente en la entrada del laboratorio y  emprendí el regreso a casa. Al día siguiente me dijo el motivo de su visita y que para el mediodía le daban el resultado. Estudiamos con impaciencia hasta que llegó la hora. Cuando llegó Jorge, intenté llamar a mi padre para que fuera a buscarme, pero Leti me dijo ¿no venís? Y yo, obvio, acepté. Llegamos y ella fue a buscar el resultado. Unos minutos después, subió al auto y susurró “positivo”, un revoltijo de llanto, risas, abrazos y besos entre los tres casi desarma el auto. Sí, estábamos ahítos de dicha y enloquecidos de amor a  la vida. Felices, simplemente. Pienso que hay muchas personas qure comparten  su dolor, pero la felicidad es más individualista. Quienes la comparten, son seres escogidos. Jorge está entre ellos… sin dudas.

© Juan José Mestre.

viernes, septiembre 07, 2012

EL MÁS FINO DE LOS CHOCOLATES



Hace poco le dije: “te disfruto como al más fino de los chocolates”. Y es una verdad absoluta. Cristina Cibelli es una de las personas más consecuentes que conozco. Dueña de un compromiso muy singular, he descubierto que sufre cuando no puede cumplir con su palabra. Es casi la única amiga que me reta o me hace ver las cosas cuando me atacan los “desvaríos” tan propios de mí. Con suavidad las más de las veces, con dureza si es necesario. Siempre alegre, se permite enojarse sin dobleces y hacértelo notar. Honesta  a rajatabla, pero también sensible y vulnerable, es un placer estar con ella. Recuerdo algo que nos sucedió hace años cuando todavía vivía en Rosario: un frío sábado cercano al mediodía, estábamos dentro del auto enfrente a la plaza y charlando animadamente. Era un día gris, desapacible y hablábamos de ángeles. En un momento, le pregunté: “Cristi, ¿ves lo mismo que yo?”  “Está todo blanco”, me respondió. Y sí, era cierto. De pronto, todo el paisaje –incluido el interior del auto- se transformó en una luz muy, muy blanca que cubría absolutamente el entorno. Autosugestión o no, lo cierto es que nos dio escalofríos. Era una maravilla. Como maravilla es el amor cotidiano que me brinda ella. Decir que la adoro sería una redundancia.

© Juan José Mestre.


jueves, septiembre 06, 2012

EL CEMENTERIO






No voy a explicarlo. Simplemente llegué. Paré el motor del auto y me quedé sentado allí. La puerta principal del cementerio estaba enmarcada por una cruz y una leyenda política pintada con aerosol. Sí. No voy a explicarlo, porque todos los que son de acá saben perfectamente cómo se llega al cementerio. Cuando comencé a tomarme el trabajo de escribir esto, dije: no sé cómo fui a parar allí. Debí haber dicho: no sé por qué fui a parar allí.

De cuando en cuando echaba una mirada al cielo, a pesar de la luz a gas de mercurio que la municipalidad había instalado en toda la extensión del frente sin darse por aludida de la inutilidad de aquellas columnas o, por lo menos, con la intención de ganarse la simpatía de los deudos que, en definitiva, constituían toda la población de la ciudad y sus alrededores.

  • Papá, yo no sé por qué no vivís más con nosotros. ¿Es porque me porto mal?

  • No, no. No es porque te portás mal.

La puerta del cementerio dejaba ver sus calles oscuras y desiertas. A esa hora parecían la cosa más absurda hecha por el hombre.

  • Entonces, ¿por qué papá?

Absurda. La cosa más absurda hecha por el hombre.

  • ¿Por qué papá?
  • El amor es como un juguete. Se rompe y entonces…

Sí. Absurdas. Esas calles ahora eran absurdas. No tenían sentido.

  • …se tira.
  • Cuando yo tengo un juguete que me gusta, por más roto que esté no lo tiro.

Y bien, ahora me doy cuenta. El amor no se rompe; se rasga y va adoptando distintas formas. Hasta la transformación total. Y es en ese instante en que uno lo abandona creyendo que se terminó. Las calles del cementerio estaban hechas para que la gente caminara por ellas de día. O las almas –si es que existen y necesitan de las calles-, de noche. Me pareció ser muy semejante a Hamlet.  Sólo que yo no tenía un cráneo en la mano ni me atormentaba con su eterno dilema: “ser o no ser”;  para mí esa frase no significa una disyuntiva, implica dos posibilidades frente a la vida: Ser o NO ser. El amor que yo tenía por mi mujer bien podría haberse transformado en amor hacia mi hijo. “Nada se pierde, todo se transforma”.  Pero en esa metamorfosis hay cosas que toman irremediablemente el camino hacia la nada.

Dicen que la humanidad estará salvada mientras haya amor; que un ser sin amor no puede vivir. Que no se puede ser ateo nunca completamente, pues en un simple adiós se invoca al Señor – a la mayúscula la utilizo por costumbre, no porque signifique algo para mí- y entonces, ¿qué? Yo no amo, no creo en Dios y, sin embargo, vivo. Existo.

La radio emitía solamente música  y, muy de cuando, una noticia y un aviso. Hay horas en las que la máquina de la sociedad de consumo detiene un poco su ritmo, no para reparar los destrozos que causa en los hombres con su publicidad repetida por enésima vez en un día, sino porque son pocos los que se someten a la tortura continua de escuchar o ver un aviso, ya sea en forma de pantalla televisiva, afiche o letrero luminoso. La música era “para todos los gustos” según decía el locutor que hablaba a través de una cinta magnetofónica, pero para que yo pudiese oír algo de “mi” gusto habían de pasar, en interminables seguidillas, tangos, valses de Strauss, samba, cumbia, música progresiva, nocturnos adaptados o no, ritmos africanos, arias de ópera, folklore… y toda esa mezcla  escapaba por la ventanilla y se trepaban por las cruces de las tumbas. A los muertos no les molestaba o por lo menos  no manifestaron lo contrario; y ahí estaba solo con mi radio., de modo que nadie podía reprocharme que perturbaba su descanso.

Las nubes se amontonaban en el norte empujadas por el viento sur y la lluvia ya no era más que una niebla espesa. Siempre me gustó establecer diferencias. Ellos y yo. Ellos son materia. Yo soy materia. Pero viva. Y ellos, muerta. Alguna vez ellos también han tenido vida; yo seré como ellos alguna vez entonces, la diferencia es ahora. A mí me importa el AHORA. El pasado hizo posible. Porque lo conozco. Y el futuro también. Porque lo conozco. A mí me importa el AHORA. Y el AHORA es esto: VIVO, SOY, EXISTO.

Puse en marcha el motor y me alejé rápidamente, zigzagueando por la humedad del pavimento. A medida que aumentaba la velocidad, me repetía constantemente: VIVO. SOY. EXISTO. ESO ME BASTA.   



  
© Juan José Mestre, 1974

LA PILETA




La noche era bochornosa. Treinta grados a la una de la mañana, lloviznaba y el cielo,  (rojo por completo) se venía abajo de tantos truenos y relámpagos. Nosotros (es decir: Carla, la Cristi, la Leti, Jorge, los chicos y yo) jugando en la pileta de la casa de los últimos. Todos en el agua y yo, con las patas en remojo a la orilla de la  misma.  Tomando champán y jugando con el agua. Aún así transpirábamos como si estuviéramos al rayo del sol.  De   vez en cuando alguien gritaba: “¡El flaco (yo)  tiene calor!” y Carla salía disparada del agua, llenaba un tarro de pintura con el líquido elemento de la misma piscina  y me lo arrojaba, literalmente, por la cabeza. Recuperar la respiración y el ritmo cardíaco no era tarea fácil. A duras penas lo lograba, pero un poco más fresco quedaba. Hasta que alguien pronunciaba las palabas mágicas y ¡zas! otros cinco litros arrojados sobre mi cabeza. Así fue transcurriendo la noche, entre copas, risas y baldazos.  A la vuelta,   empapados y en traje de baño, la Cristi me preguntó cómo lo había pasado. “¡Genial!” le dije. Y era verdad.  Porque además de todo, tenía la cabal idea de ser un sobreviviente.

© Juan José Mestre.


miércoles, septiembre 05, 2012

Los paseos por la Villa




Las mañanas en aquella Villa Carlos Paz de principios de septiembre de 1975 eran frescas y luminosas, aunque con algo de bruma al despuntar el alba. Siempre, la noche anterior había sido pesada por esos días de nuestro viaje de egresados. Pero María Elena y yo nos las arreglábamos para estar prestos a eso de las ocho y salir a caminar por el centro. Lo primero que hacíamos era pasar por la capilla –aún cerrada-, en la esquina del hotel  y decir una oración ante sus puertas. Luego de ello, íbamos caminando abrazados, entre bromas risas, hasta el puente para emprender el retorno por la misma calle principal. Nos insumía una hora ese paseíto. Mientras caminábamos, se oía comentar a  un lejano comerciante:”allá vienen los chicos de Venado” por el bullicio que metíamos. Aunque esto también (y con más razón) lo decían del curso completo. Constantemente vuelve a mí este recuerdo: ese rato del día era nuestro como nuestro es ese sentimiento de hermandad que nos une desde siempre.  Aún hoy siento esa ternura con la que me trata. Es la única de mis amigas que, de vez en vez,  me besa en la frente. Ese gesto maternal me llena de devoción hacia ella. Solemos decir que nos adoptamos como hermanos. Es cierto: siendo hijos únicos, decidimos serlo como una secuela de la vida. Ha pasado mucho tiempo desde aquellas mañanas de su livianísima camperita rosa,   pero la pureza de su  alma es la misma, suave y dulce, debajo de ese  torbellino que aparece  de pronto y se lleva puesto todo lo que encuentra. J

© Juan José Mestre.


martes, septiembre 04, 2012

EL ENTE







Siempre quise saber qué provocaba en mí ese sentimiento confuso, opaco, de una negritud muy cercana al dolor de la desesperanza. Tal vez, si hubiera hurgado en los vericuetos de mi mente, la respuesta fuera simple. Pero no soy muy afecto a meterme en terrenos cenagosos, así que me conformo con tolerar el incómodo merodear de mis ojos por la noche. Lo que sí tengo en claro es que esa sensación estuvo siempre presente. Algo ominoso que traigo de vidas anteriores. Una cosa, un ente, un horrible engendro que habita dentro de mí y que está dispuesto a estallar conmigo en el preciso instante en que lo libere. Es un poco complicado de explicar: está ahí, en algún lugar de mi cuerpo, como un feto grotesco aguardando la luna precisa de su parición. Solapado, amortigua sus movimientos con la finalidad de no amedrentarme; tiene pleno control sobre mi consciencia y yo no le pierdo pisada: es un mutuo gobierno el que hemos establecido. Él, en lo profundo; yo, en la superficie. Así logramos la convivencia. El interrogante es: ¿hasta cuándo? Pero es seguro que algún día me vencerá. En el entretanto, la cosa seguirá expectante y yo, viendo pasar mis días con impavidez. Con esa sensación de desesperanza que es lo único que supe gobernar en la vida, simplemente porque me era útil.


© Juan José Mestre

THE PINK PANTHER



 El lunes había comenzado con la pachorra habitual de esos días en el colegio y aún más en nuestro curso. Pero en la penúltima hora de clase algunos se habían recuperado y estaban con todas las luces. Y las clases del profesor de química erra un buen pretexto para tener cuarenta minutos de recreo. Por esos tiempos, ir al cine el domingo era una obligación autoimpuesta. Y yo había faltado a ella no recuerdo por qué motivo. ¡Justo el día en que daban el largometraje con dibujos animados de La Pantera Rosa! Estaba frustrado.  Con mucha bronca. Y no había solución. Ya no estaba más en cartel. Me la había perdido. Pero siempre hay una salida, una solución. Y se presentó en la presencia de Leticia. Debo decir que –a la sazón- era una bella e introvertida niña  de diecisiete años, salvo cuando algo le gustaba. Aún hoy conserva esa virtud de narrar cosas graciosamente. Aquel día me preguntó por el motivo de mi ausencia, dijo “no sabés lo que te perdiste”, e ipso facto se paró de su banco y, de pie, comenzó a contarme –cuadro por cuadro y con pelos y señales-  la película. Y yo me despatarraba, cuan largo era, por toda el aula. El profesor nos llamó varias veces la atención…. Hasta que nos echó. Corrimos a los baños para que Margarita Kenny (la rectora) no nos viera. Cuando sonó el timbre, volvimos al aula justo en el momento en que el profe se retiraba. A Leti no le dijo nada, pero a mí me tomó el brazo y me espetó: “Mestre, ¡qué amiguita tiene usted, eh!”.

© Juan José Mestre.

lunes, septiembre 03, 2012

EL ABUELO MATÍAS












El abuelo Matías no pasaba para nada inadvertido. Con su clavel rojo en la boca y cantando coplas valencianas, se paseaba por Venado  con un desenfado y una alegría que disimulaba su renquera, producto de una lesión que le  ocasionó  una de sus aficiones: la pelota paleta. Dicen que era el más eximio jugador de pelota pedrada de estos lares. También jugaba a las bochas, disciplina que le hizo conocer a mi tío abuelo Domingo Whitty. Lo cierto es que ver a Matías Mestre por las calles o la plaza San Martín era una invitación al optimismo. Era la más cabal muestra de alegría en la parsimonia habitual del pueblo en aquellos años de finales de los sesenta. No recuerdo haberlo visto triste ni una vez. Siempre cantando, hablando con los hombres y cortejando a las mujeres. Todo el mundo hablaba de él con una sonrisa.      De joven había trabajado a destajo, amasando una fortuna que se llevó la quiebra de la firma que comercializaba sus cosechas. Una vez por semana almorzaba en casa. Hablaba él solo, porque era locuaz y porque mi padre agachaba la cabeza en señal de respeto. Con mi madre ocupada, sólo quedaba mi abuela Paula para seguir el diálogo. El resultado era una charla que yo no entendía, ppero que ellos disfrutaban a más no poder. El abuelo Matías murió en 1971. Sólo recuerdo que,  por esa época, su júbilo se había diluido.  

© Juan José Mestre.

María era una santa





“María era una santa”. Esto es lo que escuché, a lo largo de mi vida, de boca de todos los que la conocieron.  Era peluquera en Altea cuando conoció a Matías  Mestre. Y se casaron. Cuando ella todavía iba a la costa a lavar la ropas con las demás mujeres. Vino un año después que él a la Argentina. No llegué a conocerla: ella partió hacia ese cielo que le perteneció siempre unos años antes de que naciera. Murió en silencio un 20 de junio. “María era una santa” le decían por doquier a mi madre y yo aprendí a quererla a través de esa frase en boca de conocidos o no. Vivió para su familia, casi en silencio, con una devoción que muy pocos poseen. Con un amor sin límites que esparcía con el perfume a especias, con su olor a tomillo y a cocina, como dice Serrat.
María era una santa.
María Fuster, mi abuela paterna.


© Juan José Mestre.