Cuando la Cristi se recibió, la
fiesta fue grande y un poquitín accidentada.
Todo comenzó con un pantagruélico asado en la casa de sus padres. Con una cantidad
indecible de vino blanco y los infaltables postres de su mamá (“La Piro” para
nosotros). Lo cierto es que el asador (Héctor Cibelli) además de servir la
exquisita carne, era el encargado de proporcionar también el vino. Y lo hacía a
destajo y sin pausa en unos vasos de trago largo que equivalían, cada uno, a la
mitad de una botella. Por supuesto, yo no desprecié ninguno de esos convites. La
comida fue divertida, tranquila, feliz. Ya cuando había acabado, decidimos
seguir el festejo en algún bar del centro, para que los padres
descansaran sin la bulla que metíamos. Ya en la vereda, la noche era oscura y
silenciosa, con unos arbolitos de tilo muy jóvenes que tendrían, a la sazón,
1,5 metros de altura. Por aquella época, mi cabellera era muy abundante y crespa. Quienes conocen el árbol
de tilo, saben que sus ramas inferiores suelen estar a muy baja altura. Pues bien:
en una de esas ramas se enroscó mi pelo. Luché para desprenderme sin lograrlo. Entonces
pedí ayuda y Ester Bertran vino presurosa con su panza de ocho meses, hermosa
ella, en mi auxilio. Yo, enroscado en la rama, la abracé con desesperación. Este
hecho bastó para que ella comenzara a gritar: “¡El Flaco me quiere violar!””. Con
esta broma, estaba completo y me abandoné en sus brazos. No recuerdo quién me
liberó. Lo cierto es que mis mareos eran
cada vez más fuertes y fueron eliminados, pocos minutos después, con un enorme
jugo de naranja que las chicas me consiguieron en un bar de la calle Belgrano y
pude terminar mi noche en paz hasta con el tilo.
© Juan José Mestre.
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