Aquel 9 de marzo de 2009 debía
presentarme ante una junta médica en SRT de Rosario, como requisito para acceder
a la pensión de mi padre. Salimos con la Cristi y la Leti a eso de las 8:30 ya
que el turno estaba asignado para la hora 11:00. Ellas, adelante; yo, en el asiento
de atrás sentado sobre una especie de manto para protegerme de los pelos de la
labrador de la Cristi, puesto que ella no había tenido tiempo de pasar la
aspiradora en el auto. El viaje de ida fue de maravillas, salvo por el hecho de
no haber podido yo articular palabra ya que no había tomado la medicación de la mañana para asegurarme una evaluación
favorable de mi discapacidad. De esto,
las chicas, no sabían nada. Llegamos al lugar indicado a la hora indicada. No esperamos
ni cinco minutos, que ya oímos que reclamaban mi presencia. Cuando entramos al
consultorio, no había tal Junta, sino una diosa
que de repente dice: “¡Cristi! ¿Cómo te va?” Era una médica de Venado
que hacía informes para la verdadera Junta. En media hora me revisó, hizo unas
notas, realizó unas preguntas, y me dijo que en veinte días tendría las conclusiones.
Nos despedimos como viejos amigos y, a la salida, nos esperaba la Valo, recién
llegada. En esa hora pico, el tránsito era un caso y debíamos caminar
doscientos metros para llegar al auto. Y yo cada vez más duro. Entonces, espontáneamente,
las chicas montaron todo un operativo: Valo se paraba en mitad de la calle y
Leti, Cristi y yo en medio de ellas, cruzábamos las calles de lo más cómodos. Fuimos a un restó
frente al río, yo tomé mis remedios y, durante el almuerzo me dediqué a disfrutar
del paisaje, relajado y feliz. Luego,
la Cristi debía hacer un trámite y yo me quedé con Silvia mientras la Leti
volvía del departamento de sus hijos. El camino de regreso transcurrió sin novedad
y con la expectativa puesta en la visita al Casino de Melincué que en la mañana
nos habíamos prometido ya que ninguno de nosotros lo conocíamos. Al llegar, la Cristi estacionó en el primer lugar que
encontró. Al instante, un guardia privado
le toca la ventanilla y le dice:
-Señora, este lugar es para
discapacitados.
Sin mediar palabra, ella señala
la parte trasera con el dedito pulgar y el guardia se percata de mí, envuelto
en el manto, mezcla de Mortal Kombat y
Maravilla Martínez. El guardia, entre disculpas y reverencias llamó al personal
de recepción del casino. Aparecieron tres o cuatro jóvenes de riguroso smoking
y nos franquearon las puertas. Un poco más y despliegan la alfombra roja. Ya en
las maquinitas, me siento en una de ellas,
pongo diez pesos y pulso el botón. Casi explota todo el salón. Había ganado
ciento veinte pesos. Me quería retirar, pero las cicas me dijeron que siguiera
un poco más. Cuando me quedaban sesenta pesos me planté y fuimos a cobrar. Las chicas dijeron: veinte
para cada uno. Y bueh, hecho. Recorrimos un poco las instalaciones y salimos, satisfechos
emprendimos el último tramo hacia Venado.
© Juan José Mestre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario