Que la literatura para niños deja
mucho que desear, no es ningún hallazgo. Escrita por adultos, los autores plasman todos sus miedos, frustraciones e infortunios
en formas de seres odiosos, hechizos, cuestiones raciales y brujos para decirle
a un chico lo que es correcto o no. Lo cierto es que los libros infantiles son
verdaderos lavados de cerebros, como el Tío Tom, el de la cabaña, al que le podían
hacer cualquier cosa, pero el debía ser
sumiso, bueno y adorar a sus amos. Una bajeza
total. Y abundan los ejemplos. Uno de ellos fue el cuento de EL PERRO LANUDO que
mi padre supo comprarme en 1959, apenas apareció. Me lo trajo y nos sentamos él
para leerlo, yo para escucharlo. No recuerdo nada del cuento, salvo que a
medida que avanzaba el relato, la voz de mi padre cobraba en dramatismo y la
cosa se ponía más densa. Cuando terminó, yo rompí en llanto, un inconsolable llanto
que, cada vez que lo recuerdo me
retrotrae a aquella angustia. Toda la familia a retarlo a mi padre y yo me tuve
que consolar solo. Una verdadera bazofia. Con todo este lío, nunca más me compraron
un cuento: yo, agradecido. Cuando apareció María Eena Walsh y Clara Whtty me
regaló el long play con etiqueta verde ya tenía diez años y había descubierto a
Mark Twain.
@ Juan José Mestre.
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