Lo conocí siendo muy chico. Sabía (o lo supe después) que era muy amigo
de mi abuelo. En las hilachas de memoria que quedan de aquel tiempo, veo a un
hombre imponente, de voz profunda, cabello lacio negro, tez blanca y un mechón
que caía por inercia sobre su frente. Un hombre duro, pero poseedor de la más
infinita de las ternuras. Eso sí: imponía respeto. Nunca escuché que lo
llamaran más que como “Don Roberto”. De pocas palabras, decía siempre lo justo,
como un buen criollo por más ancestros irlandeses que tuviera. Lo vi por vez
primera en Córdoba, aunque, por la amistad con mi abuelo, las familias se
fundieran para formar una sola aquí, en Venado Tuerto. Se habían conocido –él y
mi abuelo materno- por ser ferroviarios. Y nunca más se separaron hasta su mudanza
a Córdoba. En mi mente sobrevive aquella quietud serrana de las vacaciones en
su casa. En esa época la diversión no existía y era un completo rélax sentarse
en la vereda y ver la puesta. Durante el día no quedaba otra cosa que ir a un
potrero cercano y ver un picado de fútbol que se armaba entre los chicos y
muchachones del lugar. Precisamente en uno de esos partidos estábamos mis
padres, Don Roberto y yo, esperando que se hiciera la hora del almuerzo. E l
griterío de quienes jugaban, la suave brisa de la mañana casi nublada y mi
inocente deseo de entrar a pegarle aunque más no fuera un empujón a la
improvisada pelota cuando era notorio que –sostenido por los brazos de mi
madre- lo único que podía hacer era agitar mis piernas que apenas rozaban el
suelo con desesperación, hicieron que aquello se oyera como un susurro: “La
puta madre que lo reparió”. Después, con los años, mi vieja me aseguró que Don
Roberto Boggan estaba llorando.
© Juan José Mestre
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