El invierno se hace sentir. Hace seis
meses que mi madre partió. La tarde es apenas una penumbra macilenta. Voy a la
cocina a tomar algo. Solo, con mi perrito al lado. Falta mucho todavía para que
vuelva la señora. Se fue a pintura a eso de la una y hasta las ocho, con suerte,
no vuelve. Bebo una taza de una traza de
té frío que me dejara al irse. Regreso a mi habitación y, de pronto, el pánico.
Los pies se transforman en arcos muy cerrados, las piernas no me sostienen, el
piso se mueve y el cuerpo tiembla. La sudoración aumenta, el corazón late
desesperadamente. Me caigo. O por lo menos eso creo. Comienzo a gritar. Unos sonidos guturales que espantan. Trato de apoyarme en la pared, pero solo consigo acercar a ella mi mejilla izquierda.
Con ese único punto de apoyo, logro decir: “Dame la mano Yero”. El perrito se para en dos patas y me brinda su auxilio. Con él de la mano logro llegar al
escritorio y me siento. Me calmo , la llamo a Leti por teléfono. Charlamos un rato.
Le cuento. Me tranquiliza. Se ha ido. El pánico se ha ido. Ahora es cuestión de esperar unas tres horas más, sentado frente a
la compu. Yero se queda conmigo, alerta. Un poco agitado. En silencio. Esperando,
como yo, a que llegue la noche.
© Juan José Mestre.
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