Cuando había carreras de autitos
en el barrio, era toda una fiesta. Nos juntábamos unos treinta chicos con nuestros
autos arrastrados a piolín y en cuanto el largador daba la orden, ¡a dar la
vuelta a la manzana! Eran autos hechos a mano por los mismos chicos, toscos,
muy rudimentarios… Pero servían. Obviamente yo no podía, pero mi tía Nilda, con sus trece años, ataba
el piolín en mi muñeca, me cargaba sobre
sus hombros y corría tan rápido como podía. Llegar, llegábamos… pero últimos. No
obstante, el placer de la bandera a cuadros no nos lo quitaba nadie. Era una suerte de regocijo y agotamiento totalmente asumido. Porque después
venían los comentarios de la carrera y
eso era lo mejor de todo. Que fulanito pasó a menganito aprovechando un vuelco
y esas cosas. La carrera nos llevaba toda
una tarde hasta que el ocaso nos
devolvía a nuestros hogares. Regresábamos excitados y cubiertos de polvo, de
ese polvo tan parecido a la gloria y masticando
la tierra de una calle todavía sin asfalto.
© Juan José Mestre.
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