jueves, octubre 11, 2012

LA CARRERA





Cuando había carreras de autitos en el barrio, era toda una fiesta. Nos juntábamos unos treinta chicos con nuestros autos arrastrados a piolín y en cuanto el largador daba la orden, ¡a dar la vuelta a la manzana! Eran autos hechos a mano por los mismos chicos, toscos, muy rudimentarios… Pero servían. Obviamente yo no podía,  pero mi tía Nilda, con sus trece años, ataba el  piolín en mi muñeca, me cargaba sobre sus hombros y corría tan rápido como podía. Llegar, llegábamos… pero últimos. No obstante, el placer de la bandera a cuadros no nos lo quitaba nadie.  Era una suerte de regocijo  y agotamiento totalmente asumido. Porque después venían los comentarios de la  carrera y eso era lo mejor de todo. Que fulanito pasó a menganito aprovechando un vuelco y esas cosas.    La carrera nos llevaba toda una  tarde hasta que el ocaso nos devolvía a nuestros hogares. Regresábamos excitados y cubiertos de polvo, de ese polvo tan parecido a la gloria y masticando  la tierra de una calle todavía sin asfalto.

© Juan José Mestre.

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