Llegamos, mi madre y yo,
alrededor del mediodía a la casa de Gustavo Tisocco en Buenos Aires. El
anfitrión ya estaba horneando chipás con queso y, mientras terminaba con su primera
tanda, compartimos unos mates. El almuerzo fue una ingente cantidad de esos
panecillos regados con un excelente vino. Los demás invitados fueron arribando de a poco y, por cada uno de ellos,
salía una nueva horneada. Así, fue transcurriendo la tarde entre charlas con la
música de la preciosa discoteca de Gus, las serigrafías de Beatriz Martinelli, Silsh cantando en voz
baja los tangos de Goyeneche, la simpatía de Aletse Santiago hablando de los
pájaros de Cancún, las ganas de bailar chamamé de Cris Chaca, los sueños de Karina
Sacerdote, la poesía, la amistad, los comentarios de la noche anterior en el Centro
Cultural General San Martín… En las estribaciones del ocaso, salimos en estado
de gracia, con una sensación de calidez que nos unió para siempre. Fue una
tarde perfecta y mucho más: un ensueño dorado en la fría jornada de mayo. Es que
mayo tiene –aun con sus destemplanzas- ese encanto otoñal, poético como pocos.
© Juan José Mestre.
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