Mi madre, con sus dieciséis años,
era el fuego vital de la casa. Por ese entonces, la abuela había delegado en
ella casi todas las tareas domésticas, salvo la cocina, en ella. Mientras ella
cosía ropa para la Casa Ansaldi,
Leli atendía a los hombres (su
padre y su hermano), hacía la limpieza, se ocupaba de mi tía Nilda y enseñaba
piano a cincuenta y cuatro alumnos. Esto le insumía casi todo el día, más aún
cuando toma lección. Esa era la tarea de los martes y los jueves. Los dos
pianos no daban abasto y la casa se llenaba de música. Los clásicos, los
románticos, las sonatas y la Danza Ritual del Fuego ganaban el aire y lo embellecían.
Ella corregía mientras lavaba los pisos. A los quince años comenzó a noviar con
un muchacho del que estaba enamorada ( o por lo menos eso creía), pero rompieron por una tontería. Habría de
esperar hasta los veinticuatro años para aceptar otro novio: el que luego sería
mi padre. Se casaron en 1952 y perdió tres embarazos antes de mi nacimiento. Fue un punto de inflexión en
su vida. Lejos de apagarla, mi enfermedad le dio el impulso vital una leona. Se propuso curarme, mejorar mi
calidad de vida o lo que pudiera y en eso embarcó a toda la familia. Lo logró
con creces y eso la ponía feliz. Un solo año no me festejó el cumpleaños: fue
hace casi cuatro años, seis días antes de morir. Durante su vida tuvo momentos muy felices, pero
siempre un dejo de tristeza se escondía en sus bellos ojos.
© Juan José Mestre.
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