El 8 de noviembre de 1964 tomé mi
Primera Comunión. En realidad, todos los chicos católicos lo hacíamos. Pero llegar
a ello fue un arduo camino. Marga Graciano, mi maestra por aquel entonces, hizo
las veces de catequista y el Padre Ernesto Borgarino me tomó un pequeño examen
que aprobé sin dificultad. La dificultad surgió cuando la curia venadense se
dio cuenta de que no podría arrodillarme. Me negaron rotundamente la posibilidad de recibirla por ese motivo. No
hubo caso: por más que rogara y pidiera mi madre por una excepción, se
mantuvieron firmes. No se podía tomar la comunión de pie y mucho menos senado. Ya
vencida, mi mamá le comentó el hecho a la tía Pepa de De Diego, hermana de mi
padre y con llegada al clero. Sin dudarlo, mi tía fue a hablar con el obispo y
consiguió la venia. Fue el día más feliz de mi infancia. A las ocho de la
mañana me dieron la comunión y recuerdo que a la salida fuimos todos a formar
frente al colegio Santa Rosa. A las diez estábamos en casa y mi tía Pepa me
esperaba con un reloj pulsera que había comprado el Padre Jorge De Diego en Rosario y una torta amarilla y blanca. Eran los colores del Vaticano, pero acá
todavía no se sabía. Por la tarde, vistió el patio con manteles, guirnaldas,
platos y vasos de esos colores. Cuando terminó la fiesta con más de cincuenta
invitados, una breve tormenta de verano se llevó todo consigo. Sólo quedaron
algunos globos como recuerdo. Me quedó la felicidad de aquel día perfecto, sin
fisuras. Para mañana faltaban unas pocas
horas y había que sacarse la foto en el Estudio Bianco, muy de moda por
entonces.
© Juan José Mestre.
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