Si debemos hablar de instituciones pueblerinas allá por los sesenta, las cunetas de las calles ocupaban el rango más destacado a la hora de la siesta en Venado: era como una meditación de piernas colgadas del borde y mirando a la frescura del humus enmohecido. Los más chicos, que siempre eran la excusa de primos o hermanos para hacer el recorrido rutinario del sol a plomo pasado el mediodía, se atrevían a explorar su fondo y sentir el inefable contacto de la tierra en estado puro.
Para las chicas, que ya rondaban la adolescencia, sentarse en la orilla se transformaba en el más exquisito placer filosófico basado en los libros de Corín Tellado. De ellos surgían las más apasionantes historias de príncipes y doncellas que habitaban a la vuelta de la esquina. De ellos y de la imaginación bordada en fantasía que la sombra y las veredas de ladrillos, impregnadas en hierbabuena, hilaban la ensoñación de las mentes mientras el amor todavía no era más que un cliché anhelado, surto en el puerto del azar, presto a entretejer hilos sin destino conocido.
Si uno observaba la escena desde lejos, los ojos moldeaban lo más cercano a una fotografía. Era un inmovilismo inquieto y solapado, con algún rasgo impresionista en esos gritos y susurros que escapaban a la sordina de la tarde.
Los varones, en cambio, seguían su derrotero casi subterráneo por el barro en esa especie de viaje a las entrañas de la tierra, casi como si quisieran escudriñar su parte más íntima a ochenta centímetros de la superficie, mientras los que ya eran mayores para ese cursi deseo de embarrarse en vano, simplemente se entregaban a la prosaica pasión por el fútbol, ora en el medio de la calle, ora en el campito de los Sosa.
Pero esa, esa es otra historia.
© Juan José Mestre
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