Tropas británicas en la batalla de El Alamein
Don Tadeo Kafel fue para mí uno de los personajes más entrañables que por esos caprichos de la vida pude conocer. Si la libertad personal busca en los vericuetos de mi mente un ejemplo válido para ser mencionado, siempre cae en la imagen de ese hombre duro y amoroso llegado de Inglaterra.
Viajero del tiempo y del impulso vital que lo movía, recaló en miles de puertos hasta que anclaron sus raíces en Venado. De su Cracovia natal sólo quedaban las esquirlas del nazismo y un ignoto deseo de ver a su Polonia libre, lo lanzó hacia catorce países del África, enrolada su vida en las filas inglesas.
Después, cuando todo lo negro de la guerra había quedado en el cofre sagrado del recuerdo, conoció el bello y manso rostro de Zulema Santos. Y muy simplemente, se casaron. Se casaron con ese amor que no sabe de las barreras del idioma y sí de los puentes del encanto.
Hablando de puentes, siempre recordaba en sus charlas y con su dificultad para llamarme Juancito, que su casa natal estaba tan sólo a diez cuadras de la de Karol Wojtyja y las tumbas de sus progenitores ven el sol de cada día en sendas parcelas contiguas en el cementerio de un pueblo cercano a la ciudad donde crecieron.
La vida de Don Tadeo fue simple: simple como la de cualquier inmigrante que recibe
Hoy conservo de él unas estampitas de Juan Pablo II, otra de la virgen negra de Chestokowa y un llavero con la imagen de un auto de fabricación polaca que me regaló al regreso de su primer viaje que realizó a su patria, allá a finales de los ochenta.
Pero si he de hablar de legados, este hombre que casi siempre hizo lo que quiso, me dejó su ejemplo de lucha y su fruto más preciado en la mirada y la sonrisa de María Elena, su hija; María Elena, mi amiga y hermana.
© Juan José Mestre
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