El circo había llegado sin más ni más, de un día para el otro. Se instaló en el lugar de costumbre, un campito que el municipio había destinado para esos fines. En apariencia, era como todos los que verano tras verano se sucedían en el viaje atávico de la tristeza. Todos los circos son tristes, pero este lo era más aún. No se podía precisar el motivo de tanto gris pintado con colores chillones, mas todo el ámbito rezumaba ese dejo de vejez doliente que atravesaba los sentidos. Decidí ir a ver la función de esa noche para ver que pasaba. Apenas me ubiqué en la platea, comencé a observar a los ocasionales espectadores: todos estaban con esa alegría prefabricada, casi obligatoria, que el lugar imponía. Al término del espectáculo se intuyó un regusto de alivio, poco más o menos que paralelo a la indolencia de los pies, mezclados con la pesadumbre del aserrín y la tierra en la premura por salir y liberarse de la angustia contenida. El circo comenzaba ahora a dormitar su bagaje de tramoyas sin esperanza, sabedor de su destino inventor de naderías.
© Juan José Mestre
No hay comentarios.:
Publicar un comentario