Uno se acostumbra a las partidas.
Rutinarias,
se pierden en esa incógnita
que es la savia del árbol caduco de follaje.
Repentinas,
se esconden en las horas para trocarse
en días, siglos, medioevos prestos
a morir bajo el fuego de las catapultas.
Porfiadas,
jamás nos darán la ocasión del regreso.
¡Cuántas miradas hemos perdido buscando
unos ojos grises bañados en la pena de la despedida!
Displicentes,
se ahogan en el blanco de las azucenas
y corean la sangre de la rosa hasta hacerla
coágulo en el alma regocijada en lutos.
Cántico de proscriptos pardales, nos socavan el rostro,
nos hacen invisibles larvas de légamo,
hasta que el último de los soles caiga anónimo,
recóndito en sus rayos de tedio.
Y uno se acostumbra.
© Juan José Mestre
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