La fragilidad de la rosa es tan perceptible como un par de ojos que lloran. La tristeza y lo bello muchas veces se asimila con el calmo gris de la neblina. Un rostro oval demuda la mañana cuando el cielo lo confunde con la angustia y el sutil garzo que se escurre entre la armónica mirada que penetra el vacío, macilentas las almas al despertar delirios encubiertos.
Nada es nuevo, todo es tan viejo como el génesis. Todo -también- se renueva con cada pétalo que muere y cada lágrima que cae. Converso asesino de memorias, el tiempo restaña las heridas, según dicen. Pero cuando se rompe un cristal vuelve a ser arena y la muerte convierte a la rosa en partícula de humus que tal vez devenga en azucena. El rostro, sin embargo, seguirá prisionero del llanto y tal vez siempre tenga que luchar -frágil- con la perpetua lágrima del recuerdo ceniciento.
Nada es nuevo, todo es tan viejo como el génesis. Todo -también- se renueva con cada pétalo que muere y cada lágrima que cae. Converso asesino de memorias, el tiempo restaña las heridas, según dicen. Pero cuando se rompe un cristal vuelve a ser arena y la muerte convierte a la rosa en partícula de humus que tal vez devenga en azucena. El rostro, sin embargo, seguirá prisionero del llanto y tal vez siempre tenga que luchar -frágil- con la perpetua lágrima del recuerdo ceniciento.
© Juan José Mestre
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