sábado, agosto 07, 2010

SANTA FE, LA VUELTA

SANTA FE, LA VUELTA




Aquellos días, vísperas del acontecimiento más importante del año en Venado, constituyen los recuerdos más felices que tengo de compartir la infancia con mi padre. Es que la Vuelta de Santa Fe convulsionaba a todo el ambiente tuerca del país. Y el pueblo era una fiesta. Todo comenzaba mucho antes, cuando se estaba en los tramos finales de culminar el trabajo de todo el año, con la elaboración de las inscripciones de participantes, acreditaciones de medios como Carburando y demás tareas. Es que la organización de la prueba requería del esfuerzo de todos los socios del Club Atlético Jorge Newbery y mi viejo era uno de ellos. Yo también lo era, en la categoría cadetes, desde un día después de haber nacido. En el torbellino de recuerdos que mi mente apenas es capaz de atesorar, aparecen claramente los rostros familiares de Oscar Alfredo Gálvez, Emilio y Dante Emiliozzi, Marcos Ciani, el ídolo local y tan amigo de mi padre, y el de tantos otros que se quedaron en el ensueño de la infancia tan feliz de estar en el taller de Matassi e Imperiale, concesionario de los chivos y trocado en Parque Cerrado de todas las marcas, porque así lo exigía el orgullo de los venadenses.



Era justo el día en que el ACA entregaba los números homologados para que, cartón y soplete en mano, se procediera al sellado que definía el orden de largada en la mañana dominguera, aquel que yo más esperaba: es que Dante, mi querido Dante Emiliozzi, me dejaba sentar en la butaca de la cupé mientras los hermanos se ocupaban del último chequeo antes de la largada.



Uno de esos años, fui en mi propio auto a pedales y los muchachos me lo sellaron, lo depositaron en un rincón del galpón y me dijeron que el domingo, a las seis de la mañana, debía retirarlo para poder tomar parte de la largada. Recuerdo que no dormí en casi toda la noche pensando en el bólido con el 63 en sus puertas que me esperaba para la gran epopeya. No dormí hasta las cuatro de la mañana y el sueño me venció. Cuando desperté, sorprendido por lo alto del sol en la ventana, encendí presuroso la radio y confirmé en la voz de Isidro Gonzáles Longhi aquello que sabía de antemano: había terminado la primera etapa y yo me quedé en el limbo inocente de mis nueve años.



Después, hay miles de anécdotas, desde el empujón del “loco” Di Palma para que no le tocara el auto hasta la última foto de Marquitos Ciani que nos sacó el corresponsal de La Nación apoyados en el capó del “Verde Llamarada” y que jamás pude ver.



Ya adulto, fui a verlo a Don Luis Landriscina y, como una paradoja que la vida me traía de regalo, cuando dijo que él (en su chaco natal) se juntaba con los pibes y buscaban en el mapa dónde quedaba Venado Tuerto, lloré.











© Juan José Mestre

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