Triste era la vida del pobre viejo. No se sentía parte de nada, no tenía más que unos cartones para cubrirse y la ferocidad del hambre lo estaba aniquilando. No siempre había sido así: a fuerza de mucho trabajo, logró construir una casita –humilde, pero digna- e incluso le dio una educación a su único hijo. Hasta el tercer año del secundario, nada más, porque el vago ese empezó con las juntas y agarró por el mal camino. Ahora estaba en la cárcel por robo e intento de homicidio. Las drogas y todo eso tenían mucho que ver en el asunto. Ya antes de ir preso, lo echó de la casa para meter en ella a una cualquiera. Si su mujer hubiera visto eso, seguro que se moría. Suerte que ya estaba muerta por ese entonces. Un disgusto menos para la santa. Él, por su parte, estaba jugado. Con casi ochenta años, la vida poco le importaba. Si el hambre lo atormentaba, el frío y el sueño hacían las veces de sudario y le otorgaban el piadoso letargo cada noche. Los escasos transeúntes que se percataban de su presencia en el exiguo reparo de un hueco de la ochava, seguían impasibles su camino y algunos, virtualmente, lo daban por muerto. Estos últimos, algo de razón tenían.
© Juan José Mestre
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