En su voluntaria exclusión del mundo circundante, la veía pasar una y mil veces montada en su bicicleta, siempre veloz, atemorizada, ansiosa por volver a su refugio donde –imagino- guardaría su rosario de oscuros menosprecios.
Ahora, a la distancia, la recuerdo como una mujer enjuta, de amplias vestiduras, con un gran sombrero de paja para esconder, aún más, su cráneo envuelto en un pañuelo que se inflaba con el viento, único sabedor de su secreto.
Conste que cuando digo cráneo, lo indico en el más amplio alcance de lo que esta circunferencia abarca. Porque así era: sólo un resquicio de sombra dejaba adivinar sus ojos en la sempiterna huida a la que había sucumbido.
Algunos vecinos de Venado, en aquellos años de finales de los sesenta y principios de los setenta, aventuraban hipótesis: que se había quemado horriblemente y mil historias similares. Tal vez, todas tengan algo de cierto.
Quizás, también, alguien pueda darme algún dato más sobre ella. Le ruego que no lo haga.
Prefiero quedarme con el sentimiento de piedad que dejaba en mis ojos azorados por aquel atisbo tan parecido a la pesadumbre que se percibía tras su paso.
Prefiero quedarme con la idea de un anonimato que roce siquiera una historia de amor y de locura.
© Juan José Mestre
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