A sus cuatro años, una leve inquietud disonaba en la luz de cada día. Nada que lo fastidiara demasiado. En realidad, poco le importaba no caminar. Estaba muy cómodo con los mínimos juegos solitarios que se inventaba. El mejor de todos los que descubriera era el de sentarse junto a la ventana y mirar la inexorable trayectoria del sol; acechar el devenir de las sombras y los claros usuales para asombrarse con los mínimos matices que lograba una hoja movida por la brisa.
Ese hecho -minúsculo, imperceptible, anodino- encerraba toda una cosmogonía para su mirada. Viajaba del cosmos interno al externo con la facilidad que da el entrenamiento. Sin saberlo, había descubierto el empírico universo del existir en el encierro. Aquella rama que se movía hacia el este, adquiría el carácter de mil galaxias fundiéndose en antimateria.
Después del mediodía, cuando el patio migraba hacia la tarde opaca de glicinas, no quedaba otra cosa que encerrarse y mirar, con los ojos extraviados adrede, la fantástica aventura de esperar que el mundo volviera sobre sus pasos.
Lo único no mudable era la inquietud que seguía flotando a pesar de tanta maravilla.
© Juan José Mestre
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