Cada mañana me ofrecía el desayuno con manteca, dulces, nueces, jamón, chocolate o café. Y cada mañana, también, contaba con mi tradicional negativa. Hasta que se convirtió en un mero formalismo. Ambos sabíamos que yo no aceptaría. En parte porque ya había desayunado en casa, en parte por mi manía de no comer nada en lo absoluto antes del mediodía. Es que Lilia, la mamá de Leticia Martino, era así de generosa. Dueña de una distinción que pocas veces he visto en mujer alguna, espontánea, inquieta, indomable en sus convicciones, poseía una belleza sin par. Por dentro y por fuera. A eso de las diez, cuando ya habíamos estudiado algo con Leti, llegaba ella con el mate dispuesta a quedarse a charlar más o menos unos diez minutos. Era lo mejor que nos pasaba en la mañana. Sincera como ella sola, dueña de un humor muy suyo, casi inconsciente, hacía que yo me cayera de la risa. Era cuando, mirando al cielo, entre divertida y meditabunda, pensaba en voz alta: “El Flaco se ríe de mí”. Y no, no me reía de ella: me reía, precisamente, de sus ocurrencias y de los miles de anécdotas que acumulaba día a día. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que fue uno de los seres más ricos de espíritu que la vida me hizo conocer. Nunca olvidaré lo que cada mañana le decía a Leti con sus ojos más claros que el cielo: “El Flaco sería de feliz si viviera con nosotros…” Si no fuera por la felicidad que siempre me brindó mi familia, hoy debería elevar la vista y admitir que mucho no se equivocaba.
© Juan José Mestre
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