Aprendí a convivir con la muerte desde siempre. La casa donde vivo y en la que la familia lleva casi 78 años habitando es testigo de ello. La verdad es que siempre me resultó algo curioso y casi doméstico, como el árbol que veo a través de la ventana del cuarto en el que escribo. Es una presencia cotidiana en mi vida. Puedo sentir cómo se mueve con natural soltura a mis costados. No me incomoda. Es parte de cada movimiento que hago. Reconozco que hay entre nosotros un poco de recelo, pero hemos aprendido a soportarlo. Ni siquiera cuando dio los golpes más fuertes, logró sacarme de quicio: pensé que hacía su trabajo y a otra cosa. Lo único que me parece agobiante de ella es la ausencia con que tiñe todos sus actos. La ausencia y el silencio. Y su olor agrio, seco, penetrante; el color sepia que envuelve la lobreguez de ese instante en que te arrebata a alguien que fue el motivo de tu vida. Fuera de ello, todo bien: ella con lo suyo y yo con lo mío.
La percibo curiosa a mi lado, observando lo que escribo. Parece no alterarse. Quizá porque no he dicho nada que no fuera cierto. Tal vez, porque sabe que siempre tiene la última palabra.
© Juan José Mestre.
La percibo curiosa a mi lado, observando lo que escribo. Parece no alterarse. Quizá porque no he dicho nada que no fuera cierto. Tal vez, porque sabe que siempre tiene la última palabra.
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