
El ambiente semejaba un convento de clausura: luces amarillentas, voces acalladas, murmullos lejanos, casi nadie en los pasillos y mucho menos que nadie en las aulas, daban al conjunto un aire de irrealidad casi rayano a la locura. Si el mundo había terminado de pronto y yo no había caído en la cuenta, entonces ése era el fin del mundo.
Cuando entré al claustro que habían asignado para el examen, tres alumnos aguardaban que concluyera la amena y despreocupada charla de los profesores. Estaban distendidos, seguramente aliviados por el poco tiempo que les llevaría decidir sobre nuestra sapiencia.
En el momento que por fin comenzaron a ocuparse de su tarea, nos hicieron presentar nuestras libretas, que era mucho más expeditivo que la engorrosa labor de pasar lista, hasta encontrar a cuatro nombres entre los ciento cincuenta inscriptos.
A mí me tocó el último turno. Durante casi una hora, el letargo que producía el monótono repiqueteo de las ametralladoras y el diálogo dispar que se daba entre mis ocasionales compañeros y los catedráticos, me sumió en una modorra de la que sólo salí en el momento en que me llamaron para rendir. Todo transcurrió sin tropiezos: hablé sobre mi tema, y luego ellos preguntaron, preguntaron y preguntaron. En un momento dado, algo me sacudió el sopor. La sirena de una ambulancia que pasaba por la calle Balcarce. Me di cuenta entonces de que estaba hablando del despotismo ilustrado en Rusia y de su representante, Catalina La Grande...
No recuerdo cómo subí al taxi que me llevaría a un lugar seguro. Lo que sí sé es que le pregunté al conductor si podía pasar por el centro. "No, pibe, los Montos todavía están rodeados y no se entregan."
Me relajé. Había terminado bien el día: con mi Historia aprobada, ya podía volver a casa para preparar la próxima, que estaba bastante cercana por cierto.
© Juan José Mestre
* Bondi: colectivo, transporte público urbano.
** Quilombo: burdel. En Argentina, lío, desorden.
*** La Favorita: tienda tradicional de Rosario (ya cerrada).
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