
Acre es el olor de la carne y de los huesos,
el humo de las balas, el desprecio;
la lluvia amarga por estar bañada en sangre,
el adoquín retumbando plomo.
Acre es el recuerdo a medias,
el trivial canto de una misa
cuando el horror no ha callado
todavía.
Acre es la cal para resecar cadáveres
en una fosa común donde no crece
la hierba macilenta,
ni una flor, ni una espina.
Acre es el río muerto al que alimentan
aviones sembrando estragos,
la tierra corrompida por el fango de la historia,
la electrizada luz de un picaneo lujurioso,
Acre es el sabor de la pólvora malparida,
El crujir de un retoño pisoteado en la negrura,
el cerrado graznido de los cuervos
o el llanto disonante de los niños.
Acre es la justicia que avanza
y luego, cobarde, se repliega.
O el brillo eclipsado del machete,
que por más que lo frenen siempre se desboca.
Acre es el llanto de un pañuelo
luchando por la memoria de esos vientres
que parieron con dolor treinta mil hijos
para que tres mesías de
acerbas lejanías de las tumbas,
rezongo sin fin desde la muerte,
oración del nunca más, por la memoria.
© Juan José Mestre
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