miércoles, marzo 22, 2006

2 a 1

Suerte que hoy está claro. Voy a poder pedirles a los presos comunes que me vayan cantando cómo va el partido. Estos sí que están en la gloria. Tienen radio, pero a nosotros no nos dejan ni leer un libro. Suerte que mi viejo, cuando me blanquearon, pudo hacerme llegar La Biblia con ese cura que conoce. Bueno, él se conoce a todos los curas con lo chupacirios que es. Claro que fue una suerte poder leer un poco después de tanto tiempo. Lo que te mata acá adentro es no poder hacer algo. ¿A ver qué dice el Cacho de la hora? ¿Ya las tres? Uy, ¡empezó el partido! Independiente-Racing. Va a estar bueno saber un poco. Gracias a Dios que aprendí el lenguaje de las manos, porque si no… ni de esto me enteraba. Es que los pabellones están alejados y casi no se ve. Ya van para dos años que estoy encerrado acá en Coronda. Me acusan de haber baleado varias casas en Venado. Yo le digo al coronel que nunca tuve un arma en mis manos y este hijo de puta me pega con el puntero en la yema de los dedos y vuelve a preguntar. Es cierto que estaba con los Montoneros, pero siempre me negué a la violencia. Si me agarraron justamente por eso: fue como quedar entre dos fuegos. Parece que Bochini la está rompiendo. Por la rendija me hacen señas que el rojo gana 1 a 0. Al menos, hay algo que comentar entre los compañeros de la barraca. Pueda ser que no se nuble así tenemos un rato más de luz. Acá te dan tiempo hasta que comas y después chau lamparita. El griterío en los pabellones señala un gol. Voy a fijarme: empató Racing, pero faltan quince minutos; no estamos muertos todavía. Bah, del partido estoy hablando, porque acá adentro… Voy a preguntar; me parece que algo pasa. Creo que algo le hicieron a los milicos. Lástima el sol en contra que no nos deja ver lo que dicen de los otros pabellones. Un estruendo infernal. Gol de Independiente. Estamos bien. Estamos bien… Ya casi termina el partido. 2 a 1. Dormiré por lo menos con esta alegría: por el partido y por mi viejo, que tal vez presienta que estoy contento. Del cacho ya no se ven ni las uñas.

© Juan José Mestre

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