jueves, septiembre 27, 2012

LA INYECCIÓN




María Lozano era, para mí, alguien que no deseaba ver en esos años de mi primera niñez. Enfermera del Policlínico Ferroviario y muy amiga de mi abuela, se encargaba de ponerme las inyecciones de hierro tan necesarias para mi sistema nervioso. De hierro y de vitamina B12, además de tantas otras.   Es que, según contaba mi madre, mi cuerpo era “una babita”. Me tenían que calzar con almohadones para que pudiera sentarme y sostener la cabeza. Lo cierto es que María venía dos veces diarias a ponerme las inyecciones. Cuando crecí un poco, la veía con su delantal blanco y rompía en un llanto agónico, hastiado de tanto dolor. En Venado decían que era “una gallega bruta” porque no se andaba con vueltas ni remilgos. Jamás faltaba: recuerdo ese día de la lluvia torrencial. En casa decían que no iba a poder llegar  cuando al asomarnos por el vano de la puerta la vimos  en medio del barro y el viento. Para mis inyecciones tenía una mano especial: un golpe firme, rápido y certero. Así debía ser, para no prolongar mi sufrimiento. Cuando gritaba “¡Ay!” ya tenía la aguja adentro. Claro que ese era el pinchazo. El líquido era otra cosa. Principalmente las de hierro. Dolía para entrar, dolía para disolverse, ¡dolía, qué joder! Pero ella ni mu, preparaba la siguiente y dale que va. Ni siquiera se amilanó cuando –a causa  de las callosidades en los glúteos, hubo que inyectar en la espalda. Lo cierto es que, cuando terminaba, yo no era el mismo: apichonado, lo único que deseaba era no verla más. Con los años comprendí. Y ahora quisiera tenerte frente a frente para darte las gracias, gallega bruta.

© Juan José Mestre.

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