miércoles, septiembre 12, 2012

EL TILO



Cuando la Cristi se recibió, la fiesta fue grande y un poquitín  accidentada. Todo comenzó con un pantagruélico asado en la casa de sus padres. Con una cantidad indecible de vino blanco y los infaltables postres de su mamá (“La Piro” para nosotros). Lo cierto es que el asador (Héctor Cibelli) además de servir la exquisita carne, era el encargado de proporcionar también el vino. Y lo hacía a destajo y sin pausa en unos vasos de trago largo que equivalían, cada uno, a la mitad de una botella. Por supuesto, yo no desprecié ninguno de esos convites. La comida fue divertida, tranquila, feliz. Ya cuando había acabado, decidimos seguir el festejo en algún bar del centro, para que los   padres descansaran sin la bulla que metíamos. Ya en la vereda, la noche era oscura y silenciosa, con unos arbolitos de tilo muy jóvenes que tendrían, a la sazón, 1,5 metros de altura. Por aquella época, mi cabellera era  muy abundante y crespa. Quienes conocen el árbol de tilo, saben que sus ramas inferiores suelen estar a muy baja altura. Pues bien: en una de esas ramas se enroscó mi pelo. Luché para desprenderme sin lograrlo. Entonces pedí ayuda y Ester Bertran vino presurosa con su panza de ocho meses, hermosa ella, en mi auxilio. Yo, enroscado en la rama, la abracé con desesperación. Este hecho bastó para que ella comenzara a gritar: “¡El Flaco me quiere violar!””. Con esta broma, estaba completo y me abandoné en sus brazos. No recuerdo quién me liberó.  Lo cierto es que mis mareos eran cada vez más fuertes y fueron eliminados, pocos minutos después, con un enorme jugo de naranja que las chicas me consiguieron en un bar de la calle Belgrano y pude terminar mi noche en paz hasta con el tilo.

© Juan José Mestre.

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