Era una mujer fuera de lo común.
Muy pocas hubo en su época que la
igualaran en elegancia. Nunca tuvo fortuna ni mucho menos: trabajó de
sol a sol toda su vida como costurera, peluquera y un largo etcétera que es difícil
imaginar. Llegaba al extremo de ir de compras al mercado con guantes hasta el
codo. Usaba zapatos Luis XV. Y casi siempre vestía ropa negra, llevaba el
cabello recogido y con rodete. Es cierto que venía de una familia adinerada de
Córdoba, pero tan adinerada como corrupta. Una de las mujeres estaba casada con
Roca y ese parentesco llevó a Miguel Juárez Celman a la presidencia. Pero mi
abuela se caía de vergüenza por esa pertenencia aunque lejana. Una y otra vez
nos advertía que no debíamos encumbrarnos en ella. Mientras tanto, seguía con
su vida, llena de ímpetu y alegría. Era un torbellino de quehaceres y de
viajes. Una ardilla que manejaba a la familia a su arbitrio. Y la manejaba con firmeza, entre alegrías
risas, yendo de un lado para el otro, asignando tareas según le placía. Así transcurrió su vida. Como un geniecillo
travieso y orgulloso por lo que hacía. Era su obligación, parecía decir. Murió
luego de 8 años de agonía. No lo merecía. Nadie lo merece. Pero me dejó el
recuerdo de su piel blanca como la leche y la inmarcesible fragancia de su
ropa. Ah, me olvidaba decir que era mi abuela materna.
© Juan José Mestre.
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