Que mi tío Alberto tenía un
carácter muy particular no era novedad para nadie. Era –digamos- un tanto difícil.
Pero no al punto de involucrarme en uno de los episodios más bizarros de mi vida.
Sucede que, en la época en que murió mi abuelo, allá por 1962, estaba de novio con
una chica cuyos padres era rusos. Recuerdo
que vivían en la esquina de Belgrano y Brown. Y una tardecita de fines de
noviembre me llevó a pasear a la casa de esa familia. Era varios hermanos,
todos varones, salvo su novia y la madre. En el patio de la casa, un baldío
enorme y sin ningún tipo de cuidado, la tarde transcurría apacible. Hablaban de política, pero eso no me
importaba en lo absoluto. Tampoco entendía nada. Algunos bebían té; los menos,
vodka. Yo, una Bidú Cola. Con intermitencias,
el aburrimiento dejaba pasar la tarde hacia
el ocaso. Ya en pleno anochecer el cielo jugueteaba con los rojos, negro-azul y
el último celeste del día. De pronto, los padres y los hermanos mayores de la
novia salen de la casa a los gritos en ruso, enarbolando banderas rojas y a los
tiros de arcabuces y trabucos. El susto fue mayúsculo. Nunca había visto nada
igual. Parecía una escena de guerra o
poco menos. Una escena de un Dante afiebrado, loco. Muchos años después pude
con comprender el hecho: la familia era
stalinista y protestaba contra el gobierno de Nikiita (que nada tenía que ver
con la femme). No sé cómo contuve el llanto. Lo cierto es que ahí tuve la cabal
idea de que para la mentalidad argentina de la época el comunismo era una cosa
muy, muy mala…
© Juan José Mestre.
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