martes, marzo 01, 2011

DE JAZMINES E IDUS DE MARZO



Muchas veces reivindicamos recuerdos hurtados del arcano que se nos declara en rebeldía. No es hasta entonces que nos percatamos de lo frescos que ellos son. Por ejemplo, el perfume a jazmín está -sempiterno- en la memoria de la casa hoy vacía. Del jardín de la infancia es lo único que queda. Hoy, que prácticamente casi nadie entra a nuestra casa, puedo asegurar que el silencio sólo se interrumpe en la época en que florece el jazmín, más o menos a mediados de noviembre. Toda la vida fue así y mi madre mantiene la tradición de regalar esas deliciosas flores. Los vecinos, los pocos que quedan de aquella época de calle de tierra y zanjones por donde navegaban los barquitos hechos con las hojas del diario La Razón -que siempre era del día anterior porque aparecía en el atardecer de Buenos Aires- y los nuevos, que muchas veces no echan raíces en el barrio tienen la certeza de no estar obligados a cultivar la planta porque hay una distribuidora oficial y lo hace muy bien. Es que setenta y siete años no pasan en vano y uno se hace a la idea de estar en un tiempo casi detenido entre los muros asentados en barro. Ese es el número de años que Leli habita en este hogar. O casi: en realidad tenía seis meses cuando el abuelo compró este lugar nuestro. Toda una dinastía pasó a lo largo de las décadas y fue disuelta por el irremediable avance de la vida. Entre el bullicio que a veces frenéticamente se apoderaba de estos lares (parientes que, emigrados a Buenos Aires, volvían atraídos por un descanso en su terruño o simplemente porque no había más dinero para pasar las vacaciones) siempre recuerdo la figura de una bella mujer que, cubierta sencillamente por un liviano solero que se cruzaba en su cintura, limpiaba afanosamente el patio de glicinas y naranjos, casi suspendida sobre las baldosas amarillas y envuelta en perfume de jabón y vapores de lavandina: alegre, amante, casi religiosamente obsesa por el bienestar de todos, correteaba de un lado a otro, afanosamente pura, delicadamente ocupada en que la casa estuviera reluciente, tersa como su propia piel suave y joven. Yo -desde algún lugar- observaba la exquisita belleza de su cuerpo que no conocía de descansos. Puedo decir, sin temor a equívocos, que era la más bella mujer que había visto jamás. Con una sonrisa, siempre escondiendo su dolor, irradiaba dulzura y delicadeza a toda hora. A los ojos de un niño era como un geniecillo juguetón y protector... Aún cuando no tiene el vigor de aquellos años, todavía hoy es el alma de la casa. Cincuenta años después de haberla conocido, puedo decir que es la mujer más extraordinaria que ha pasado por mi vida. Y que su pasión por los jazmines y la casa siguen intactas. Creo saber por qué: esta es la casa donde moro y también soy fanático de los jazmines. En fin, que hoy es el cumpleaños de ella, mi madre, y tenía ganas de elucidar recuerdos. 


© Juan José Mestre

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