lunes, febrero 28, 2011

RECURRENCIA



 
 
Que yo recuerde, nunca me invadió una sensación parecida como aquella que experimenté en una mañana de noviembre hace ya muchos años. Estaba yo parado en la acera, lisa y llanamente porque no tenía nada que hacer.
Con el sol casi a plomo –cercano el mediodía en estas latitudes y por esas fechas del sol en Sagitario, el calor se hacía sentir-, los árboles regalaban una espléndida sombra que refrescaba gratamente. Había mucha paz en el pueblo. Un silencio que hoy es imposible de conseguir, salvo con las primeras luces, completaba la casi paradisíaca serenidad del momento. Sólo algún vecino se atrevía a esbozar un saludo tal vez inspirado en la pachorra de la siesta que inevitablemente vendría después del almuerzo.
Estaba yo, como digo, contemplando lo bucólico del momento, cuando de pronto pasa una gitanilla de una belleza como pocas veces he visto en una mujer. No tenía más de dieciocho años, unos pocos menos que yo. El vestido y su pelo -celeste uno, negro el otro- se ajustaban perfectamente a la intensidad de sus ojos azules. Casi imperceptible en lo grácil de su andar, su único gesto fue esbozar una sonrisa. No lo sé, pero en esa complicidad de un segundo parece que se estancó mi vida.
Muy pocas veces pienso en ella, envuelto como estoy en mis amores y desidias ya maduros. Pero de vez en cuando surge la evocación y no puedo evitarlo: debo escribir sobre ese misterio de primavera. De hecho, tengo varios papeles amarillentos que hablan de esa niña extraña y mía. Es que quizá -sólo quizá- ese sol en Sagitario me hiciera el regalo más preciado que un hombre puede ansiar: un amor imposible para atesorar como recuerdo.

© Juan José Mestre

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