viernes, abril 08, 2011

EL ANÓNIMO









Se restregó bien la cara y con sorpresa notó que sus rasgos habían desaparecido. No se advertía huella alguna de sus facciones. Trémulo y tambaleante llegó al espejo que le confirmó aquello tan temido: un gran hueco ocupaba la zona que debiera contener su rostro. Una angustia indecible lo cubrió por entero. No podía creer que sus terrores más íntimos se manifestaran justamente de la forma más despiadada: ¡si siempre había odiado el anonimato y este se le revelaba de la manera más descarada! Enseguida advirtió el juego de palabras que su mente le proponía: el "descarado" era él en el cabal y más cruel de los significados. Todo el fruto de un esfuerzo denodado, exhaustivamente elaborado, planificado hasta el más mínimo de los detalles, concebido por y para perdurar como uno de los escritores más afamados del orbe caía con la inocente naturalidad de un higo maduro. Para agusanarse en la tierra húmeda y fértil de la indiferencia. Si algo odiaba en la vida era el ignominioso, humillante, deshonroso destino del ser anónimo. Ese que nace, se reproduce y muere con una serie de incidentes concatenados entre los extremos y que todos llaman vida. Ese destino del común de los mortales a él le ponía los pelos de punta. Por eso, un trabajo escrupuloso, estudiado, urdido y deliberadamente rumiado hasta el hartazgo, realizado con aborrecimiento encubierto e hipócrita, alimentado por su aversión a la literatura, lo había puesto al borde del Nobel. Es cierto que lo tenía merecido. Sus cincuenta años como escritor no eran poca cosa. Había logrado una obra prodigiosa, profundamente irónica, original y inéditamente maldita con sólo novelar parte de esa animadversión que pasaba como una aguda crítica del medio intelectual habitualmente pedante, fatuo, engolado y hueco. Y después de tanta lucha, se quedaba -sin más ni más- con un hoyo justo donde debiera estar su rostro. Superado el estupor inicial, entró la más absoluta de las desesperaciones: no lograba hilvanar una idea acerca de cómo hallar una solución a su drama. Porque de todas las situaciones que pergeñara la más enfermiza y afiebrada de las imaginaciones, seguramente esta la superaba holgadamente. ¿Cómo haría ahora, en su momento más glorioso, para demostrar que él era el candidato? ¿Acaso habría de hacerse un estudio de ADN para certificar su identidad o con un simple reconocimiento dactilar sería bastante? Consciente de estar pensando dislates, trató de serenar su cabeza y coordinar alguna idea que lo sacara del trance, pero no pudo. Estaba tieso, aislado por el espanto descomunal que le carcomía las vísceras y le impedía todo movimiento. Incapaz de seguir mirando esa tremenda imagen de nulidad en el espejo, se sorprendió a sí mismo por un grito ahogado, sordo, emergente de su furiosa, colérica quintaesencia. Se mantuvo así por horas. No tenía el exacto discernimiento de este hecho: simplemente sabía que -si quería mantenerse vivo- el gritar era el único cabo que lo mantenía a salvo del naufragio absoluto, indubitable y terminal. --- Se extrañó al ver la impresionante puerta de hierro de la residencia abierta. En todos los años que llevaba trabajando con el estúpido de su jefe, nunca había visto un espectáculo similar. Es que el mero suceso de entrar al parque de la residencia sin identificarse, le indicaba que algo raro sucedía. Su presunción se transformó en certidumbre al ver que un equipo de paramédicos salía con una persona estragada, exhausta, consumida, de ropaje raído y el rostro totalmente cubierto con un lienzo y a la que se le escuchaba un sollozo como nunca había él oído. Lo reconoció por la bata que le había visto usar todos esos largos años. Un excitante cosquilleo de felicidad le recorrió la médula. Por fin, sus deseos se hacían realidad. Por seis lustros soportó a esta víbora humana. Sumiso, callado y gris, entró a su estudio -contiguo al de su patrón- y se sentó frente a su computadora. Con la mente alivianada por la soledad y el desahogo de haber cortado el yugo que lo destinaba a ser una sombra inadvertida entre las sombras, abordó la tarea de escribir el último capítulo de su novela: "El diez de diciembre en Escandinavia oscureció puntualmente a la 3:45 de la tarde. Fue en ese instante que anunciaron el inicio de la ceremonia y yo estaba ahí, entre realizado y curioso, esperando mi turno de recibir el Nobel. (...)".




© Juan José Mestre.

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