lunes, agosto 16, 2010

Apología de la pampa

Si alguien queda todavía en el lugar desde el cual brota la fuente de las fuentes y hubiera de migrar forzado por la punción de la belleza, es seguro que caería bajo el magnetismo de estas tierras.


Es que la pampa es una hermosa mujer que devela sus encantos con algo de malicia en la madrugada aterida de agostos y sembradíos.



Algo, también, denota la primorosa hondura del encanto regateado con desgana: ese horizonte que se ensancha a fuerza de ojos llanos que nos miran desde los confines, trayendo ancestros de bravío linaje, herida de muerte la dinastía de la piel de cobre en los fortines.



Un azul que parece no pertenecerle inunda sus delgadas curvas en el pardo espectáculo de lo gélido; la voz del arado escapa del revoltijo de terrones y contradice todo el dogma de lo bello para reafirmar justo aquello que muere bajo su filo.



Ahí es que la pampa sangra su verde tapiz de espectros. Luz mala en la guitarra que implora coplas para calmar al viento, el cielo azul es un telón rojo que cae en tropel, último acto en el umbral de ombúes.



Engaño del ente feroz que la protege, muestra su mansedumbre envuelta en bramante dorado de mies. En el cenit, abruma con su color salvaje; en la puesta, un desgarro de pátinas corroe el gris ánimo de los hombres y lo demuele.



Algo diabólico hay en su seno.



Sólo ella puede decirlo; mientras, la dulce voz de la tierra apacigua sus fauces con su poncho de madre y dulcifica lo yermo del maizal con la gracia de unos gorriones picoteando sombra.





© Juan José Mestre

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