domingo, septiembre 21, 2014

EL TANGO


Estaba allí, con su vestidito rojo. Miraba hacia la nada. La soledad de sus manos la hacía más frágil. De pronto, él estira su mano sin mediar palabra y la lleva a la pista. Ahí están, bailando en un abrazo cósmico. La sangre fluye y se arrebata. Un requiebro  totalizador los une: en una voluta encendida de silencios, ni oyen la música: la sienten. Las manos truecan en caricias inmóviles, meditación entre pagana y sacra que los introduce en un vórtice ensimismado y univoco. Ahora son una entidad que ha salido de ellos y los acompaña hacia el ensueño del cual nunca se vuelve. La  conexión es total, armónica. La pasión modula su canción de baile. Ellos no lo perciben. Es una mezcla de notas, carne y alma. En un instante, lo eterno. En la eternidad, los duendes de Carriego y Pichuco. Y el final, otra vez... la silla y la mirada vacua y la nada para ella. La ausencia para él. En  la pista, una voluta sigue danzando, sempiterna.

© Juan José Mestre


21-09-2014  

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