lunes, junio 19, 2006

El malestar

El malestar sigue, no me abandona. No le doy importancia. Es como un viejo conocido que entra a tu casa sin llamar a la puerta. Lo hace, se instala y ya está. No hay preámbulos ni protocolos. Comienzo a dialogar con él. Es una charla anodina, paradojal, agotadora. Consabidamente insustancial. No hay nada para decir y, a pesar de eso, seguimos oyéndonos. Oyéndonos sin escuchar, como dos viejos achacosos que se cuentan sus dolencias. Es un mirarse a ciegas, un espejo cuya refracción distorsiona la única realidad de la que asirme. Sigo escribiendo para olvidarme por un rato de su cháchara, pero está ahí, zumbón en los oídos, hiriente en los huesos y la carne. Desgarrador en el alma. Quisiera dormir a sabiendas de que es un deseo vano, estúpidamente necio, obtuso generador de ilusiones. Quisiera gritar de angustia. Patalear como un niño. Ahogar los dolores en un verso, un abrazo o una flor. Caer en brazos de una mujer o acariciar las manitas del chiquillo que se asoma a mi ventana y pregunta -en su media lengua- si estoy estudiando y yo, indiferente, cada vez y cada día, de reojo le contesto “¡estoy escribiendo Valentín!” No hay caso: en mi monstruosa estructura de impotencias, la vida queda un poco lejos.




© Juan José Mestre

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