viernes, agosto 31, 2012

LA PAULA




Era una mujer fuera de lo común. Muy pocas hubo en su época que la  igualaran en elegancia. Nunca tuvo fortuna ni mucho menos: trabajó de sol a sol toda su vida como costurera, peluquera y un largo etcétera que es difícil imaginar. Llegaba al extremo de ir de compras al mercado con guantes hasta el codo. Usaba zapatos Luis XV. Y casi siempre vestía ropa negra, llevaba el cabello recogido y con rodete. Es cierto que venía de una familia adinerada de Córdoba, pero tan adinerada como corrupta. Una de las mujeres estaba casada con Roca y ese parentesco llevó a Miguel Juárez Celman a la presidencia. Pero mi abuela se caía de vergüenza por esa pertenencia aunque lejana. Una y otra vez nos advertía que no debíamos encumbrarnos en ella. Mientras tanto, seguía con su vida, llena de ímpetu y alegría. Era un torbellino de quehaceres y de viajes. Una ardilla que manejaba a la familia a su arbitrio.  Y la manejaba con firmeza, entre alegrías risas, yendo de un lado para el otro, asignando tareas según le placía.  Así transcurrió su vida. Como un geniecillo travieso y orgulloso por lo que hacía. Era su obligación, parecía decir. Murió luego de 8 años de agonía. No lo merecía. Nadie lo merece. Pero me dejó el recuerdo de su piel blanca como la leche y la inmarcesible fragancia de su ropa. Ah, me olvidaba decir que era mi abuela materna.

© Juan José Mestre.      

lunes, agosto 27, 2012

El amor en los tiempos de Nikita Serguéievich Jrushchov




Que mi tío Alberto tenía un carácter muy particular no era novedad para nadie. Era –digamos- un tanto difícil. Pero no al punto de involucrarme en uno de los episodios más bizarros de mi vida. Sucede que, en la época en que murió mi abuelo, allá por 1962, estaba de novio con una chica  cuyos padres era rusos. Recuerdo que vivían en la esquina de Belgrano y Brown. Y una tardecita de fines de noviembre me llevó a pasear a la casa de esa familia. Era varios hermanos, todos varones, salvo su novia y la madre. En el patio de la casa, un baldío enorme y sin ningún tipo de cuidado, la tarde transcurría apacible.       Hablaban de política, pero eso no me importaba en lo absoluto. Tampoco entendía nada. Algunos bebían té; los menos, vodka.  Yo, una Bidú Cola. Con intermitencias, el aburrimiento dejaba  pasar la tarde hacia el ocaso. Ya en pleno anochecer el cielo jugueteaba con los rojos, negro-azul y el último celeste del día. De pronto, los padres y los hermanos mayores de la novia salen de la casa a los gritos en ruso, enarbolando banderas rojas y a los tiros de arcabuces y trabucos. El susto fue mayúsculo. Nunca había visto nada igual.    Parecía una escena de guerra o poco menos. Una escena de un Dante afiebrado, loco. Muchos años después pude con comprender  el hecho: la familia era stalinista y protestaba contra el gobierno de Nikiita (que nada tenía que ver con la femme). No sé cómo contuve el llanto. Lo cierto es que ahí tuve la cabal idea de que para la mentalidad argentina de la época el comunismo era una cosa muy, muy mala…



© Juan José Mestre.





Mi viejo, la tortuga y yo




El año 1963 fue, para mí, una especie de despertar. Con ocho y medio, había comenzado a caminar un tiempo atrás y comencé la “militancia política”. Eran los años de Illia y había cierto entusiasmo    por su figura. Con el peronismo proscripto, se notaba una cierta efervescencia postelectoral por un lado y mucha indiferencia por la no participación del partido mayoritario. Esto  es lo que escribo ahora, pero  por aquel tiempo bullía yo de fervor por la campaña electoral de unos meses antes. Es que estaba muy involucrado en ella. A tal punto que salía a volantear casa por casa de las calles Saavedra, Rivadavia. Castelli y Roca, es decir: mi manzana. Iba todas las tardes al comité de la UCR con mi padre y allí me daban folletos y papeletas para que repartiera… Mi padre y yo, mi padre. Hombre liberal (del liberalismo bueno, aquel del laisser faire). El hombre que nunca confrontó con nadie de la casa sus ideas políticas. Todos, aquí, eran peronistas porque por Evita y por Perón habían comenzado a comer manteca todos los días. Ellos, que habían conquistado las ocho horas de trabajo porque en los ferrocarriles ingleses mi abuelo debía volver a salir cuando aún no se había sacado las botas de recién llegado. Él, mi viejo, que trajo a Illia candidato al Teatro Verdi. Él, que me hizo abrazar a ese hombre ejemplar que debió sufrir el destrato siendo Presidente. Ese médico rural metido a político  porque el partido no quiso que Balbín se desgastara para ni siquiera llegar al poder. Aquel al que designaban como “la tortuga” por la supuesta lentitud para tomar decisiones. Landrú y Tía Vicenta,  Y los medios. Esos mismos de hoy en día. Mi viejo,  al que mi madre le preguntaba “¿a quién le voto Gallego?” y él respondía: “Cada cual con sus ideas”. Él, que me dijo eso mismo unos veinte años después cuando le pregunté si me podía afiliar al MID. Mi padre, que se peleó con sus correligionarios que lo invitaron a festejar la muerte de Eva, aunque no le gustara el “buchoneo”  de los estúpidos de siempre. Ese hombre, callado y respetuoso, cuya biblia era el tango Yira yira, se dio el mismo lujo que aquel presidente de los sesenta: Arturo Humberto Illia salió derrocado por la puerta principal de la Rosada. Mi viejo, entró al cielo por la puerta grande.

© Juan José Mestre.